GPS
Néstor Perlongher
Avellaneda, Argentina (1949 - 1992)
El cadáver de la Nación
4.
un valioso broche escudo peronista de piedras preciosas
PEDRO ARA
Nadie más que yo compuso sus peinados.
“En cuanto me muera, quíteme el rojo de las uñas
y déjemelas con brillo natural”.
Armada de sus trebejos de manicura
doncella de la estancia, plata y nácar
¿envolver en sus manos el rosario?
“Yo no soy quién —le contesté— para decidir
en esos detalles”.
Atarle la peluca a los galones
sustituir el fleco de la hombrera por cabellos de mucus
el liquen de su bozo, el mucilaginoso titilar
acompañé día y noche para impedir que le inyectasen
en los ruleros grumos que pudieran dificultar
el embalsamamiento o frunces en la almohada que pareciesen tigres al acecho le hizo
cortar para su madre una larga mecha de
los sedosos cabellos de Eva. Y así despidióse el peluquero.
São Paulo, mayo de 1989
José Hernández
Chacreas de Perdriel, Argentina (1834 - 1882)
Martín Fierro
I
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
Pido a los santos del cielo
que ayuden mi pensamiento:
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.
Vengan santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.
Yo he visto muchos cantores,
con famas bien otenidas
y que después de alquiridas
no las quieren sustentar:
parece que sin largar
se cansaron en partidas.
Mas ande otro criollo pasa
Martín Fierro ha de pasar;
nada lo hace recular,
ni las fantasmas lo espantan,
y dende que todos cantan
yo también quiero cantar.
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre;
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.
Que no se trabe mi lengua
ni me falte la palabra;
el cantar mi gloria labra
y, poniéndome a cantar,
cantando me han de encontrar
aunque la tierra se abra.
Juana Bignozzi
Buenos Aires, Argentina (1937 - 2015)
En si alguien tiene que ser después (2014)
aún en la vejez
en la miseria y en el final
como hija única encantada de haberlo sido
seré altanera y soberbia
me vestiré con los últimos centavos
con la lección de mi amiga distinguida
cuando estuvo en la mala
una blusa negra una pollera negra
nunca se darán cuenta de que es siempre la misma
invitaré con la carne que me fíe el carnicero
llenaré las botellas de buenos vinos que hubo en mi casa
con vino barato
nunca esperen el final
sólo lo verá el espejo de mi baño
I Acevedo
Napaleofú, Argentina (1983)
En: Paquete de Fé, un PDF de cuentos inéditos
Nota a la reedición de Una idea genial
(Editorial La Libre, y La flor azul, 2020)
Buenos Aires, 9 de enero de 2020
Querides lectorxs:
Esta nota es excepcional. En un puñado de días, estas palabras estarán impresas en un libro. Nunca me había tocado escribir con semejante certeza. Y como la cultura del libro es un asunto que me desvela, quisiera hablar sobre esto. Siempre tuve pasión por el relato y la manía de escribir, pero nunca soñé con publicar un libro. Me crié en el campo, por fuera de circuitos culturales y sistemas de legitimación de esa cultura. Cuando empecé cuarto grado, empezó a haber bibliotecaria en la escuela: la señorita Irene. Ella me animó a participar en un concurso literario. Fui a su casa a pasar mi cuento manuscrito en su computadora, y mientras lo copiábamos consensuamos algunas correcciones. Nuestra bibliotecaria fue también mi primera editora. La literatura que yo producía era muy valorada por mis familiares, amigues y vecines, por las maestras. Eran relatos orales, o cuentos escritos en la carpeta. Circulaban. La gente me pedía que inventara un cuento o se llevaban mis hojas de carpeta a su casa para leer lo que yo había escrito. Mientras que leer me salvaba, porque me ofrecìa un mundo paralelo, contar historias me conectaba con el mundo real. Y creo que, satisfecho con ambas cosas, nunca necesité el plus que parecía significar publicar un libro. Por eso cada vez me incomoda más publicar un libro, y que sea un privilegio tan buscado que a mí me significa tan poco. Creo que, como tantos sistemas de legitimación, la cultura del libro provoca intensos deseos, y también frustraciones. Después de publicar un libro, muches se preguntan: ¿Y ahora? La respuesta es: la vida sigue igual. Tu libro lo leerán tus amigues, tu familia, habrá alguna reseña… y ya está. Quizás se active la fantasía de perdurar en el tiempo de alguna manera. ¿Pero cómo? Al tiempo que vivimos, si no nos incendiamos o inundamos, le seguirán varios siglos. ¿Quién sabe qué destino pueda tener un escrito que hoy es, y seguramente siga siendo, ignoto? Y menos que nadie lo sabe quien lo escribió. La escritura es de todes y de nadie, y la voluntad que menos cuenta es la de quien planteó el relato. Yo amo esa gratuidad que se expande, colonizando la mágica conjunción de espacio-tiempo que es un texto.
Todo esto cuenta también para esta novela, que fue escrita en el año 2008. En ese momento yo tenía un blog, es decir que estaba inserto en una red de personas que escribíamos y nos leíamos todos los días. De vez en cuando, alguien me comentaba en mi blog: “Deberías escribir un libro con todo esto”. O a veces alguien me preguntaba: “¿Estás escribiendo?”. Mi respuesta a ambas preguntas: “Sí, estoy escribiendo. Mi blog tiene millones de caracteres. Y allí se quedarán”. Por años me planté en esa escritura de intercambio y fui, fuimos, plenamente felices. Un día, Francisco Garamona y Laura Crespi, editores de Mansalva, me propusieron que escribiera una novela para el Premio Indio Rico, que organizaban César Aira y Arturo Carrera. Ese año era la segunda edición y el género era autobiografía. El concurso estaba abierto solo a personas nacidas en provincia de Buenos Aires; el ganador del concurso publicaría la novela en Mansalva. Francisco estaba convencido de que yo tenía muchas chances de escribir algo lindo y que él lo pudiera publicar. Con el ejercicio de escribir muy activado por la práctica de mi blog, e inspirado en Memorias póstumas de Bras Cubas, de Machado de Assis, un libro que me había recomendado un amigo, escribí muy rápido la novela. Francisco la leyó y le gustó muchísimo. Me dijo que aunque no ganara el concurso, la publicaría igual. El concurso lo ganó Diego Meret, con la novela En la pausa. Yo obtuve el segundo lugar. Fueron pasando los meses. Pasaron dos años. Alguna gente ya había leído la novela o sabía de ella, y cada tanto me preguntaban cuándo se publicaría. Mi respuesta: “No lo sé… Lo sabrá Francisco”. Yo sabía que era muy común aportar dinero a la editorial para solventar el costo de un libro, en especial en una primera edición. De hecho nos presentamos a algún subsidio, pero no lo ganamos. Pero cuando alguien me sugería la idea de poner plata para acelerar la publicación, yo le manifestaba que no tenía pensado poner un solo peso. Mi deseo estaba volcado a la escritura (yo ya tenía un blog), y publicar un libro no estaba dentro de mi campo de acción. Javier Barilaro, el diseñador, también estaba entusiasmado con la novela, y venía pensando una tapa posible. Creo que él también quiso apurar el trámite. Diseñó una tapa y la compartió en Facebook junto con otros futuros títulos de Mansalva. Mucha gente vio la publicación y pensó que el libro ya había salido a la venta. A mí me alegró mucho ver que la novela era esperada con tanto cariño.
Y ahora viene otra anécdota que también habla del deseo que circula alrededor de ese artefacto tan particular que es un libro. Hace un tiempo, disentí con una editora a causa de la sintaxis de un texto mío y otras cuestiones editoriales. La discusión escaló, y yo detecté que ella ponía en juego una distancia entre su lugar, más alto, como editora y mi lugar, más bajo, como “autor” (ella usó esta palabra, que fue como poner el dedo en la llaga de mi desprecio por esa cultura del libro como objeto de prestigio). La idea de estar participando de una relación de poder asimétrico me sublevó. Y mientras, para dejar bien clara la línea de poder que nos conectaba, le recordé que la idea de que yo publicara un libro en su editorial había sido suya y no mía, y que por lo tanto no había ninguna razón para que yo aguantara el más sutil abuso de poder, me encontré literalmente gritándole en un audio de Whatsapp una frase por demás coloquial compuesta por siete palabras: “Me chupa un huevo publicar un libro”. Mientras gritaba esa frase, y la repetía, y la veía tan clara como si estuviera graficada con letras enormes en un cartel publicitario, entendí que esto tenía que ver con la resistencia a participar de una relación asimétrica de poder. Cuando yo gritaba “No quiero publicar un libro”, lo que quería decir era que esa editora no tenía ningún poder sobre mí. Sin libro, yo me vería libre. Como si esto no fuera poco, la editora tuvo el mal tino de sugerir que mi tratamiento hormonal afectaba mi temperamento. Mediaron mi respeto a un compromiso de palabra (es decir, oral), y la intervención de les cariñoses amigues y lectorxs del libro, que ya estaba listo para ir a la imprenta, para que ese libro existiera. Pero la intensidad con la que dije esa frase me desveló por mucho tiempo. Y hoy me toca decir esto dentro de un libro. Pero también lo he venido diciendo en otros espacios: si bien los libros son vehículos de literatura, no son el único vehículo, ni suficiente, ni el más justo. A lo largo de la historia ha existido y existe la literatura oral, las canciones; también hay personas analfabetas, que no están en países remotos sino aquí nomás, en esta misma ciudad, que no saben leer. Y también hay personas que le escriben un poema a su gate en Facebook, mal que le pese a la gente fascista que repudia esas expresiones. Lamentablemente, aún no está de más recordar que la gente hace literatura sea donde sea con los recursos que tiene a mano: en las paredes de las cárceles, en las charlas de Whatsapp o en discursos presidenciales. El lenguaje es nuestro y la literatura también. Somos sus soberanes y también sus súbdites. Somos sujetes del lenguaje, y en ese espacio de poder no daremos un solo paso atrás ni permitiremos que ninguna persona o institución ponga en cuestión uno solo de nuestros mensajes, en cualquier formato o bajo la norma que estén. Por cada palabra publicada en un libro formalmente redactado de acuerdo a normas de instituciones europeas que lucran transnacionalmente con una lengua colonizadora, hay millones y millones de palabras a lo ancho del mundo hispanohablante con que la literatura dice presente y hace la diferencia cuando se difunden nuestras voces, desde las más tímidas y susurrantes hasta las más portentosas, en todos los espacios.
[…]