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Stephen King
Portland, Estados Unidos (1947)

(IT)

  1. Después de la inundación (1957)

El terror, que no terminaría por otros veintiocho años –si es que terminó alguna vez–, comenzó, hasta donde sé o puedo contar, con un barco de papel que flotaba a lo largo del arroyo de una calle anegada de lluvia.

El barquito cabeceó, se ladeó, volvió a enderezarse en medio de traicioneros remolinos y continuó su marcha por Witcham Street hacia el cruce de ésta y Jackson. El semáforo de la esquina estaba a oscuras y también todas las casas, en aquella tarde de otoño de 1957. Llovía sin cesar desde hacía una semana y dos días atrás habían llegado los vientos. Desde entonces, la mayor parte de Derry había quedado sin electricidad y aún seguía así.

Un pibito de impermeable amarillo y botas rojas seguía alegremente al barco de papel. La lluvia no había cesado, pero al fin estaba amainando. Caía sobre la capucha amarilla del impermeable y a oídos del niño sonaba como lluvia sobre un techo de chapa… un sonido reconfortante, casi acogedor. El niño se llamaba George Denbrough. Tenía seis años. William, su hermano, a quien los niños de la escuela primaria de Derry conocían como Bill el Tartamudo, estaba en su casa recuperándose de una aguda gripe. En ese otoño de 1957, ocho meses antes de que comenzasen realmente los horrores y veintiocho años antes del desenlace final, Bill el Tartamudo tenía diez años.

El barquito junto al cual corría George era obra de Bill. Lo había hecho sentado en su cama, con la espalda apoyada en un montón de almohadas, mientras la madre tocaba Para Elisa en el piano de la sala y la lluvia batía monótonamente la ventana de su habitación.

Harold Robbins
Nueva York, Estados Unidos (1916-1997)

Una dama solitaria 

En el escenario el cantante daba fin a su canción. Una gran agitación reinaba en el pequeño y concurrido cuarto de control situado en la parte de atrás del gran salón de espectáculos. No se trataba de un programa común y corriente de televisión. Era la transmisión en directo del acontecimiento más culminante del mundo cinematográfico. La entrega de premios de la Academia.

Numerosos aplausos se oyeron cuando el cantante dio por terminado su recital. Se inclinó para saludar al público con una sonrisa tras la cual se ocultaba su indignación.

La orquesta había arruinado su arreglo especial y ahogado sus últimas notas.
Una voz resonó en los altavoces del cuarto de control.

—Dos minutos. Pausa para los comerciales y estaciones radiodifusoras.

—¿Qué canción era esa? —preguntó el director.

—La segunda —respondió alguien—. No, la tercera.

—Es pésima —manifestó—. ¿Qué sigue ahora?

—El premio a la mejor adaptación cinematográfica de una novela. Ahora enfocaremos a los candidatos.

El director miró a las pantallas. Las cinco centrales mostraban respectivamente a una persona diferente cada una, cuatro hombres y una mujer. Los hombres vestidos de smoking parecían nerviosos. La mujer parecía totalmente indiferente a lo que la rodeaba. Tenía los ojos semicerrados, los labios ligeramente abiertos y movía ligeramente la cabeza como si estuviera escuchando una música interior.

—Esa mujer está drogada —dijo.

—Pero qué bonita es —respondió una voz.

Comenzó la cuenta para el anuncio comercial. No bien terminó se encendió una luz sobre la pantalla en la que se veía al maestro de ceremonias regresar al estrado. El director realizó una toma del maestro de ceremonias y luego enfocó a dos artistas, un hombre y una mujer que subían al escenario entre los aplausos de la concurrencia.

Los aplausos se acabaron cuando empezaron a leer la lista de candidatos.
A medida que se pronunciaban sus nombres, los hombres trataban, sin éxito, de aparecer indiferentes, y la mujer seguía dando la impresión de estar en otro mundo.

Trajeron el sobre con la acostumbrada pompa y enseguida fue abierto ceremoniosamente.

—El premio a la mejor adaptación cinematográfica de una novela corresponde a… —El joven actor hizo una pausa en su lectura en el momento culminante y miró a su compañera de tareas, y esta lo anunció con voz aguda y estridente por la emoción.

—La señora JeriLee Randall, por Las muchachas buenas van al infierno.

El director enfocó a la mujer. Esta al principio pareció no haber oído. Sus ojos se abrieron y sus labios esbozaron una sonrisa. Comenzó a incorporarse y otra cámara la siguió mientras se dirigía al escenario. Solo después que subió unos escalones y se volvió para afrontar a la concurrencia, pudieron realizar una toma completa de ella.

—¡Cielo Santo! —exclamó una voz quebrando el silencio del cuarto de control

—. ¡Está totalmente desnuda bajo el vestido!

Cesare Pavese
Santo Stefano Belbo, Italia (1908-1950)

Los mares del sur

Caminamos una tarde sobre la ladera de una colina,
en silencio. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve tranquilo, el rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debe de haber estado muy solo,
un gran hombre entre idiotas o un pobre loco,
para enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa
en las noches serenas el reflejo del faro,
lejano, de Turín. “Tú que vives en Turín
-me dijo-… pero tienes razón, la vida se vive
lejos de la tierra: se progresa y se goza;
luego, cuando se regresa, como yo, a los cuarenta,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se pierden”.
Todo esto me dijo y no habla italiano
sino el lento dialecto que, como estas mismas piedras,
es tan áspero que veinte años de idiomas y de océanos diversos
no consiguieron pulirlo. Y camina por la cuesta
con la mirada ensimismada que vi, de chico,
en los campesinos un poco cansados.

Veinte años ha estado viajando por el mundo,
Se fue cuando yo era un nene en brazos de mujeres
y lo dieron por muerto. Sentí después hablar de él
a las mujeres, a veces, como en una fábula,
pero los hombres, más graves, lo olvidaron.
Un invierno, a mi padre, ya muerto, le llegó una postal
con una gran estampilla verdosa de naves en un puerto
y augurios de buena vendimia. Fue un gran estupor,
pero el muchacho, crecido, explicó ávidamente
que el billete venía de una isla llamada Tasmania
circundada de un mar muy azul, feroz de tiburones,
en el Pacífico, al sur de la Australia, y añadió
que, seguro, el primo pescaba perlas. Y guardó la estampilla.
Todos dieron su opinión, pero todos concluyeron
que si no había muerto, moriría.

Desde que jugué a los piratas malayos, ¡cuánto tiempo ha pasado!,
y desde la última vez que bajé a bañarme a un sitio mortal
y he seguido a un compañero de juegos sobre un árbol
quebrando hermosas ramas y le rompí la cabeza a un rival
y también me la dieron, cuánta vida transcurrió.
Otros días, otros juegos, otros sacudones de sangre
delante de rivales más evasivos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado infinitas pavuras,
una muchedumbre, una calle, me han hecho temblar;
un pensamiento, a veces, espiado sobre un rostro.
Todavía siento en los ojos esa luz burlona
de millares de faroles sobre el ruido de pasos.

Mi primo regresó terminada la guerra,
gigantesco como pocos. Y tenía dinero.
La parentela decía por lo bajo: “En un año,
por decir mucho, se lo comió todo y vuelve a vagar.
Así terminan los desesperados”.
Mi primo tiene una cara rotunda. Compró un lote
en el pueblo y se hizo construir un garaje de cemento
con un flamante surtidor de nafta en el frente
y sobre la curva del puente, bien grande, un cartel metálico.
Después puso un mecánico adentro a cobrar el dinero
y él se dedicó a recorrer las Langas, fumando.
Se había casado. Tomó una chica rubia y delicada
como las extranjeras que seguramente conoció en el mundo.
Pero sale todavía solo, vestido de blanco,
con las manos atrás y el rostro bronceado;
por la mañana recorría las ferias, con aire cazurro,
negociando caballos. Después me explicó,
cuando fracasó el proyecto, que su plan
era quitarle al valle todas las bestias
y obligar a la gente a comprarle motores.
“Pero la bestia más grande de todas”, decía,
“fui yo al pensarlo. Debí saber
que bueyes y personas son aquí la misma raza.”

Caminamos más de media hora. La cima está cerca,
aumentan alrededor el susurro y el silbido del viento.
Mi primo se para de golpe y se da vuelta: “Este año
escribo en el cartel: Santo Stefano ha sido siempre
el primero en los festejos del valle del Belbo.
Y que chillen los de Canelli”. Después, sigue la subida.
Un perfume de tierra y viento nos envuelve en lo oscuro.
algunas luces en la distancia, casitas, automóviles
que se oyen apenas. Y yo pienso en la fuerza
que me ha devuelto a este hombre, arrancándolo del mar,
de las tierras lejanas, del silencio que dura.
Mi primo no habla de los viajes que hizo; dice, seco,
que ha estado en este lugar, aquel otro,
y piensa en los motores.

Sólo un sueño le ha quedado en la sangre.
Se cruzó una vez, viajando como maquinista
de un pesquero holandés, con el cetáceo,
y ha visto volar los pesados arpones en el sol,
vio huir las ballenas entre espumarajos de sangre
y la persecución, y las colas alzadas y la lucha en la lanza.
Me lo recuerda a veces.

Pero cuando le digo que es de los elegidos que vieron la aurora
sobre las islas más bellas de la tierra,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día era viejo para ellos.

 

Osvaldo Bossi
Buenos Aires (1960)

Lavanderas

Sólo se trata de remeras.
Un simple
puñado de remeras. Blancas o de color,
no importa. Hay una
con flores de marihuana
y una inscripción en la espalda donde se lee
Viejas locas…
Yo las llevo en mi bolso como si cargara
una bomba de tiempo, y luego
cuando llego a mi casa, empieza lo mejor.
Sumergirlas una por una
en aguas perfumadas, en aguas jabonosas
hasta que ya no queda nada
en todo el universo.

A veces las refriego un poco, y a veces
las dejo reposar, pero siempre
(no importa lo cansado que esté) las cuido
como si fueran telas imperiales.

En la soga del patio
las cuelgo de la sisa
para que no se estiren, y cada broche cumple
una función práctica
y al mismo tiempo sacramental.
Oprimir cada prenda

a resguardo del viento, y retirarse
sin dejar ningún rastro.

Desde la ventana de mi cuarto las miro.
No son remeras, son
banderas que flamean
bajo el sol estridente del mediodía.
Cada una, a su modo
guarda el recuerdo de tu cuerpo
y la promesa de volver.

Es que somos aliados
tus remeras y yo.
Compartimos
una incansable intimidad.
Debe ser por eso que, como las verdaderas
lavanderas, cuando lavo tu ropa, canto
con un anacronismo
que haría enfurecer a las feministas.
Pero en fin.
Yo no soy, nunca he sido
ningún ejemplo para los demás.
Todo lo contrario.
A veces, en la soledad de la noche,
antes de ir a dormirme, pienso
para mis adentros:
Dios mío, gracias
por inventar el amor, que ensucia las remeras
y por inventar el jabón en polvo
que es el complemento ideal
de algunos muchachos que, al igual que yo
confunden tus remeras     tan denostadas
con el Paraíso.