GPS

Diego Planisich,
Avellaneda, Santa Fé (1979)

Comienza a llamarse patio

Cada metro cuadrado
empieza a abrir sus poros
para recibir
las primeras lluvias
Los limones tardarán en llegar
pero ya se funden con la tierra
las venas subterráneas de su sangre
El sauco, que reverdece
contra toda nostalgia
renació en un balde
en el fondo de
otro patio
El día que llegue la sombra
y el azahar se vuelva nube
la naturaleza ya nos habrá cambiado

Luciana Paruzzo
Reconquista, Argentina (1979)

Cuando cumplí treinta
estuve internada. 

Un estudio metió
una cámara
por mi boca. 

Tenían que ver
a través
del esófago
una válvula
del corazón. 

La doctora
que me torturó
sin anestesia
con educación
movía el caño
mientras yo,
luchaba
por no vomitar. 

Sentí cómo
me raspaban
el pecho
desde adentro. 

Ese dolor
desconocido
me hizo pensar
en cómo
se sintieron
todas las ollas
que he rascado
en mi vida.

Alejandra Méndez Bujonock
Buenos Aires, Argentina (1979)

Contrapunto

 

Para cubrirme del desamparo virtuosista
de la fantasía en un lunes con luz tenue,
luz ínfima de pared cualquiera del mundo,
de la vergüenza cromática en la fuga
no vista ni aceptada,
creo el contrapunto
que es ese fino oficio en el origen.
Como un triste dios pequeño
a tientas sufro
practicando mi libertad.

Santiago Alassia
Rafaela, Argentina (1979)

Yuri Cásperats

No siempre amanece, dijo Cásperats, no siempre
detrás de la montaña de tus párpados hay sol. 
A veces dependemos del milímetro de luz 
que cuelga desde el vértice de un techo que no existe
aunque podamos tocarlo como a un dios verdadero,
con dedos trabajosos, con miedo y humedad. 
No siempre amanece, dijo Cásperats, yo mismo
tardé para arreglar las cuentas con mi padre. 
Sentado junto al catre en el que agonizaba
cuidé su piel pacata lavándolo despacio, 
haciéndole masajes en el pecho sudoroso 
y oyendo sus delirios de viejo pescador
hasta que al fin, ya casi moribundo, 
pidió tomar café y fumar un cigarrillo.
Yo mismo hice caer café caliente en su bigote
para verlo abrir los ojos como última señal. 
No siempre amanece, dijo Cásperats, a veces
la borra del café nos empantana en su negrura. 
El día en que los otros tapiaron el perímetro,
la ínfima parcela en que debía acurrucarme,
salí despacio a caminar sin miedo y sin expectativas. 
Dijeron: ahora que tu padre ha muerto finalmente
deberías encontrar una mujer, un buen trabajo,
un ocio confortable y hacerte una familia.
Yo escuché esa lógica con cierta admiración
y antes de salir me detuve a ver las grietas
que llenaban las paredes de la pieza de mi madre:
un ejército avanzando como una enfermedad. 
No siempre amanece, dijo Cásperats, no siempre
resulta soportable la vigilia de los hombres. 
Después de abandonar la chatura de la pampa,
su reparto previsible de tamaños y funciones,
anduve por ignotos parajes de montaña. 
Vi unos hombres quietos fumando en el umbral
de una cabaña de madera, sin nada que decirse,
rodeados de una calma lunar de tan porosa,
vi pequeñas piedras con gotas de rocío
y una hormiga sola prendida a una naranja. 
No siempre amanece, dijo Cásperats, a veces
el puro parpadeo se vuelve una ecuación
pesada como el día que sentiste, siendo niño,
las ganas de tajear el aire o la pantalla
y todo lo de afuera se empezó a desmoronar. 
Así fue que mi vida se inclinó hacia lo minúsculo,
eso que no deja de agitarse y tambalear,
el panorama lánguido que oímos al nacer
en esta permanencia que da el desplazamiento:
de ley a hoy, de amor a terrenal como baobab
sin adherencia, como neblina, 
de hogar a suceder como zumbido o vibración
en el ahora, la zona sin apoyo 
entre los ojos del que mira 
y lo mirado: nadar no es algo sólido,
el río no obedece. 
No siempre amanece, dijo Cásperats, no siempre 
tenemos el valor de acomodar una palabra,
no siempre vemos claro ni piedra sobre piedra
con esa transparencia de la respiración
o la continuidad con que se hace la ceniza. 
No siempre amanece, dijo Cásperats, a veces
al mínimo contacto se cae un edificio.