GPS
Raúl Scalabrini Ortíz,
Corrientes, Argentina (1898 - 1959)
El hombre que está solo y espera
¡La ciudad no permitirá que el lucro y sus declinaciones sean la columna vertebral de su dinamismo!
El pálpito es el único piloto fehaciente en el caos de la vida porteña y la única virtud que premia al hombre porteño.
El porteño es un marino. Buenos Aires es un enorme barco inmóvil que está varado en la vida.
Con dolorosa frecuencia, el intelectual olvida que la literatura que no es un desgarramiento vital que se anecdotiza es solo una nube de vanas palabras.
Estas no son horas de perfeccionar cosmogonías ajenas, sino de crear las propias. Horas de grandes yerros y de grandes aciertos, en que hay que jugarse por entero a cada momento. Son horas de biblias, y no de orfebrerías.
¿Por qué alegrarnos artificialmente si somos tristes, si queremos ser tristes? ¿Por qué hemos de imitar la displicencia decadente de un francesito? Somos apáticos o apasionados.
Yo escribo… es una miseria.
En el pulso de hoy late el corazón de ayer, que es el de siempre.
María Negroni
Rosario, Argentina (1951)
El corazón del daño
Quien escribe calla.
Quien lee no rompe el silencio.
El resto es vicio.
Están ahí la realidad como huella, la deducción pura, y el supuesto reino de mi omnipotencia.
¿Es la tristeza noticia?
No que no.
Más bien parece música galopando.
Llanura que se llena de un suceder, novedad quieta.
Con ese material escribo.
Matorral del alma.
¿usted sabe quién soy?
sí una idea una prisión arbolada
Ninguna sosegación nunca. Ningún avisparse.
Me queda el consuelo de haber dejado cosas sin aclarar, algo que fructifique en el futuro, como en esas profecías que tardan años en ser alcanzadas.
A ese futuro, que puede estar en el pasado, apuesto todo.
No existe más fidelidad a los hechos que equivocar el rumbo o divagar.
No hay una puerta de entrada.
Se escribe por todas partes
Jean-Paul Sartre
Paris, Francia (1905 - 1980)
La náusea
La vejez es cuerda, la juventud bella.
Qué lejos de ellos me siento, desde lo alto de esta colina. Me parece que pertenecen a otra especie. Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las cosas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, «una hermosa ciudad burguesa». No tienen miedo, se sienten en su casa. Nunca han visto otra cosa que el agua domeñada que sale por los grifos, la luz que surge de las bombitas cuando se hace presión en el interruptor, los árboles mestizos, bastardos, sostenidos con horquetas. Cien veces por día tienen la prueba de que todo se hace mecánicamente, que el mundo obedece a leyes fijas e inmutables. Los cuerpos abandonados en el vacío caen todos a la misma velocidad, el jardín público se cierra todos los días a las dieciséis en invierno, a las dieciocho en verano, el plomo se funde a 335.º, el último tranvía sale del Ayuntamiento a las veintitrés y cinco. Son apacibles, un poco taciturnos, piensan en Mañana, es decir, simplemente, en un nuevo hoy; las ciudades sólo disponen de una sola jornada que se repite, muy parecida, todas las mañanas. Apenas la adornan un poco los domingos.
Estoy solo, pero camino como un ejército que irrumpiera en una ciudad.
Las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas. Si uno se aventura demasiado lejos, encuentra el círculo de la Vegetación.
Qué natural parece la ciudad a pesar de todas sus geometrías.
Sé muy bien que no quiero hacer nada; hacer algo es crear existencia, y ya hay bastante existencia. La verdad es que no puedo soltar la pluma; creo que voy a tener la Náusea y mi impresión es que la retardo escribiendo. Entonces escribo lo que me pasa por la cabeza.
La existencia es una sumisión.
Acaba de nacer un pequeño padecimiento glorioso, un padecimiento modelo. Cuatro notas de saxofón. Van y vienen como si dijeran: «hay que hacer como nosotras, padecer con ritmo». ¡Bueno, sí! Naturalmente, bien quisiera padecer de este modo, con ritmo, sin complacencia, sin piedad para mí mismo, con árida pureza. ¿Pero es mía la culpa si la cerveza está tibia en el fondo del vaso, si hay manchas pardas en el espejo, si estoy de más, si el más sincero de mis padecimientos, el más seco, se arrastra y se pone pesado, con demasiada carne y la piel demasiado grande a la vez, como el elefante de mar, con grandes ojos húmedos y conmovedores, pero tan feos?
Todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad y muere por casualidad.
—Pero… si no soy indiscreto, ¿por qué escribe usted, señor?
—Bueno… no sé, así, por escribir.
Sylvia Molloy
Buenos Aires, Argentina (1938 - 2022)
En breve cárcel
“Mientras espera escribe; acaso fuera más exacto decir que escribe porque espera.”
“Escribía con furia y con curiosidad; ahora escribe porque no sabe qué hacer.”
“No sabe cuál es el peor suplicio: no ver o no poder cerrar los ojos.”
“De tanto contarse lo que ya no existe teme enloquecer.”
“El apartamento en el que se instaló nunca llegó a ser un lugar fijo, pese a sus esfuerzos: era más bien espejo de esa ciudad desordenada y frágil, invitaba a la huida.”
“Enciende, fuma, apaga y vuelve a encender unos cigarritos negros muy delgados con los que puntúa su relato.”
“Utiliza la seducción del desamparo porque no sabe -y no quiere- utilizar otra.”
“vuelve a dormirse, una o dos horas, para anular el vacío y poblarse, de nuevo, de sueños.”
“Se ve también en esa silla, fumando un cigarrillo tras otro, como un mercader mezquino: acapara mentiras, capta las fallas y las guarda, acaso le sirvan para más tarde.”
“Al oírse hablar siente la estupidez de la discusión que quiere provocar, del monólogo irritado en que se empeña.”
Roberto Arlt
Buenos Aires, Argentina (1900 - 1942)
Aguafuertes porteñas
“Los que escribimos, lo hacemos para ganarnos el puchero. Nada más. Y nos permitimos el cinismo de reírnos y creernos genios…
“Me miro el dedo gordo del pie, y gozo.
Gozo porque nadie me molesta. Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza debajo la caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo gordo del pie:
Nadie me molesta. Vivo solo, tranquilo y gordo como un archipreste glotón.”
“Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.”
“La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta…”
“El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o traje de cesante.
¡Atenti, piba, que los siglos corren!”
“Vea amigo: hágase una base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa, cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras, se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo: un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo.”