El club de los sauces: Sor Juana Inés de la Cruz

El collage para la primera publicación de El club de los sauces fue  realizado por Nadia Sol Caramella.

 

 

 

En 1695 una epidemia en México azota al convento de San Jerónimo. El 17 de abril Sor Juana Inés de la Cruz muere tras un largo tiempo cuidando a sus hermanas, y dejando una obra en la cual convergen diversos campos, espacios y voces que fueron parte su refugio y su polémica. Como ella misma declara:  porque entre las flores de esas mismas aclamaciones se han levantado y despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones, cuantas no podré contar, y los que más nocivos y sensibles para mí han sido, no son aquéllos que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino los que amándome y deseando mi bien (y por ventura, mereciendo mucho con Dios por la buena intención), me han mortificado y atormentado más que los otros, con aquel: “No conviene a la santa ignorancia que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza. [1]

Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba,  

como en tu rostro y tus acciones vía 

que con palabras no te persuadía,  

que el corazón me vieses deseaba;  

y Amor, que mis intentos ayudaba,

venció lo que imposible parecía,  

pues entre el llanto, que el dolor vertía,  

el corazón deshecho destilaba.  

Baste ya de rigores, mi bien, baste;  

no te atormenten más celos tiranos,

ni el vil recelo tu quietud contraste  

con sombras necias, con indicios vanos,  

pues ya en líquido humor viste y tocaste  

mi corazón deshecho entre tus manos.  

*

Yo adoro a Lisi, pero no pretendo  

que Lisi corresponda mi fineza,  

pues si juzgo posible su belleza,  

a su decoro y mi aprehensión ofendo.  

No emprender, solamente, es lo que emprendo;

pues sé que a merecer tanta grandeza  

ningún mérito basta, y es simpleza  

obrar contra lo mismo que yo entiendo.  

Como cosa concibo tan sagrada  

su beldad, que no quiere mi osadía

a la esperanza dar ni aun leve entrada:  

pues cediendo a la suya mi alegría,  

por no llegarla a ver mal empleada,  

aun pienso que sintiera verla mía.  

*

Miró Celia una rosa que en el prado                       

ostentaba feliz la pompa vana                     

y con afeites de carmín y grana                  

bañaba alegre el rostro delicado;                

y dijo: -Goza, sin temor del Hado              

el curso breve de tu edad lozana,                

pues no podrá la muerte de mañana                      

quitarte lo que hubieres hoy gozado;                      

y aunque llega la muerte presurosa            

y tu fragante vida se te aleja,          

no sientas el morir tan bella y moza:                      

mira que la experiencia te aconseja                      

que es fortuna morirte siendo hermosa                  

y no ver el ultraje de ser vieja.

*

Cuando mi error y tu vileza veo,  

contemplo, Silvio, de mi amor errado,  

cuán grave es la malicia del pecado,  

cuán violenta la fuerza de un deseo.  

A mi mesma memoria apenas creo 

que pudiese caber en mi cuidado  

la última línea de lo despreciado,  

el término final de un mal empleo.  

Yo bien quisiera, cuando llego a verte,  

viendo mi infame amor, poder negarlo:

mas luego la razón justa me advierte  

que sólo se remedia en publicarlo;  

porque del gran delito de quererte,  

sólo es bastante pena, confesarlo.

*

Mandas, Anarda, que sin llanto asista  

a ver tus ojos, de lo cual sospecho  

que el ignorar la causa es quien te ha hecho  

querer que emprenda yo tanta conquista.  

Amor, señora, sin que me resista,

que tiene en fuego el corazón deshecho,  

como hace hervir la sangre allá en el pecho  

vaporiza en ardores por la vista.  

Buscan luego mis ojos tu presencia  

que centro juzgan de su dulce encanto,

y cuando mi atención te reverencia,  

los visüales rayos, entretanto,  

como hallan en tu nieve resistencia,  

lo que salió vapor, se vuelve llanto.

 

*

Envía una rosa a la virreina

Ésa, que alegra y ufana

de carmín fragante esmero,

del tiempo al ardor primero,

se encendió llama de grama;

preludio de la mañana

del rosicler más ufano

es primicia del verano,

Lisi divina, que en fe

de que la debió a tu pie

la sacrifica tu mano.

*

Excusándose de un silencio

en ocasión de un precepto

para que le rompa

Pedirte, señora, quiero

De mi silencio perdón,

Si lo que ha sido atención,

Le hace parecer grosero.

Y no me podrás culpar

Si hasta aquí mi proceder,

Por ocuparse en querer

Se ha olvidado de explicar.

Que en mi amorosa pasión

No fue descuido ni mengua

Quitar el uso a la lengua

Por dárselo al corazón.

Ni de explicarme dejaba,

Que como la pasión mía

Acá en el alma te hablaba

Y en esta idea notable

Dichosamente vivía;

Porque en mi mano tenía

El fingirte favorable.

Con traza tan peregrina

Vivió mi esperanza vana

Pues te puedo hacer humana

Concibiéndote divina.

¡Oh, cuan loco llegué a verme

en tus dichosos amores,

que aun fingidos tus favores

pudieron enloquecerme!

¡Oh, cuán loco llegué a verme

en tus dichosos amores,

que aun fingidos tus favores

pudieron enloquecerme!

¡Oh, cómo en tu Sol hermoso

mi ardiente afecto encendido,

por cebarse en lo lúcido,

olvidó lo peligroso!

Perdona, si atrevimiento

Fue atreverme a tu ardor puro;

Que no hay Sagrado seguro

De culpas de pensamiento.

De esta manera engañaba

La loca esperanza mía,

Y dentro de mí tenía

Todo el bien que deseaba.

Mas ya tu precepto grave

Rompe mi silencio mudo;

Que él solamente ser pudo

De mi respeto la llave.

Y aunque el amar tu belleza

Es delito sin disculpa,

Castíguense la culpa

Primero que la tibieza.

No quieras, pues, rigurosa,

Que estando ya declarada,

Sea de veras desdichada

Quien fue de burlas dichosa.

Si culpas mi desacato,

Culpa también tu licencia;

Que si es mala mi obediencia,

No fue justo tu mandato.

Y si es culpable mi intento,

Será mi afecto preciso;

Porque es amarte un delito

De que nunca me arrepiento.

Esto en mis afectos halló,

Y más, que explicar no sé;

Mas tú, de lo que callé,

Inferirás lo que callo.

FRAGMENTO DE LA CARTA EN RESPUESTA A SOR FILOTEA DE LA CRUZ

Yo de mí puedo asegurar que lo que no entiendo en un autor de una facultad, lo suelo entender en otro de otra que parece muy distante; y esos propios, al explicarse, abren ejemplos metafóricos de otras artes: como cuando dicen los lógicos que el medio se ha con los términos como se ha una medida con dos cuerpos distantes, para conferir si son iguales o no; y que la oración del lógico anda como la línea recta, por el camino más breve, y la del retórico se mueve, como la corva, por el más largo, pero van a un mismo punto los dos; y cuando dicen que los expositores son como la mano abierta y los escolásticos como el puño cerrado. Y así no es disculpa, ni por tal la doy, el haber estudiado diversas cosas, pues éstas antes se ayudan, sino que el no haber aprovechado ha sido ineptitud mía y debilidad de mi entendimiento, no culpa de la variedad. Lo que sí pudiera ser descargo mío es el sumo trabajo no sólo en carecer de maestro, sino de condiscípulos con quienes conferir y ejercitar lo estudiado, teniendo sólo por maestro un libro mudo, por condiscípulo un tintero insensible; y en vez de explicación y ejercicio muchos estorbos, no sólo los de mis religiosas obligaciones (que éstas ya se sabe cuán útil y provechosamente gastan el tiempo) sino de aquellas cosas accesorias de una comunidad: como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad, donde es preciso no sólo admitir el embarazo, pero quedar agradecida del perjuicio. Y esto es continuamente, porque como los ratos que destino a mi estudio son los que sobran de lo regular de la comunidad, esos mismos les sobran a las otras para venirme a estorbar; y sólo saben cuánta verdad es ésta los que tienen experiencia de vida común, donde sólo la fuerza de la vocación puede hacer que mi natural esté gustoso, y el mucho amor que hay entre mí y mis amadas hermanas, que como el amor es unión, no hay para él extremos distantes.

En esto sí confieso que ha sido inexplicable mi trabajo; y así no puedo decir lo que con envidia oigo a otros: que no les ha costado afán el saber. ¡Dichosos ellos! A mí, no el saber (que aún no sé), sólo el desear saber me le ha costado tan grande que pudiera decir con mi Padre San Jerónimo (aunque no con su aprovechamiento): Quid ibi laboris insumpserim, quid sustinuerim difficultatis, quoties desperaverim, quotiesque cessaverim et contentione discendi rursus inceperim; testis est conscientia, tam mea, qui passus sum, quam eorum qui mecum duxerunt vitam. Menos los compañeros y testigos (que aun de ese alivio he carecido), lo demás bien puedo asegurar con verdad. ¡Y que haya sido tal esta mi negra inclinación, que todo lo haya vencido!

Solía sucederme que, como entre otros beneficios, debo a Dios un natural tan blando y tan afable y las religiosas me aman mucho por él (sin reparar, como buenas, en mis faltas) y con esto gustan mucho de mi compañía, conociendo esto y movida del grande amor que las tengo, con mayor motivo que ellas a mí, gusto más de la suya: así, me solía ir los ratos que a unas y a otras nos sobraban, a consolarlas y recrearme con su conversación. Reparé que en este tiempo hacía falta a mi estudio, y hacía voto de no entrar en celda alguna si no me obligase a ello la obediencia o la caridad: porque, sin este freno tan duro, al de sólo propósito le rompiera el amor; y este voto (conociendo mi fragilidad) le hacía por un mes o por quince días; y dando cuando se cumplía, un día o dos de treguas, lo volvía a renovar, sirviendo este día, no tanto a mi descanso (pues nunca lo ha sido para mí el no estudiar) cuanto a que no me tuviesen por áspera, retirada e ingrata al no merecido cariño de mis carísimas hermanas.

Bien se deja en esto conocer cuál es la fuerza de mi inclinación. Bendito sea Dios que quiso fuese hacia las letras y no hacia otro vicio, que fuera en mí casi insuperable; y bien se infiere también cuán contra la corriente han navegado (o por mejor decir, han naufragado) mis pobres estudios. Pues aún falta por referir lo más arduo de las dificultades; que las de hasta aquí sólo han sido estorbos obligatorios y casuales, que indirectamente lo son; y faltan los positivos que directamente han tirado a estorbar y prohibir el ejercicio. ¿Quién no creerá, viendo tan generales aplausos, que he navegado viento en popa y mar en leche, sobre las palmas de las aclamaciones comunes? Pues Dios sabe que no ha sido muy así, porque entre las flores de esas mismas aclamaciones se han levantado y despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones, cuantas no podré contar, y los que más nocivos y sensibles para mí han sido, no son aquéllos que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino los que amándome y deseando mi bien (y por ventura, mereciendo mucho con Dios por la buena intención), me han mortificado y atormentado más que los otros, con aquel: “No conviene a la santa ignorancia que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza”. ¿Qué me habrá costado resistir esto? ¡Rara especie de martirio donde yo era el mártir y me era el verdugo!

Pues por la –en mí dos veces infeliz– habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado o cuáles no me han dejado de dar? Cierto, señora mía, que algunas veces me pongo a considerar que el que se señala –o le señala Dios, que es quien sólo lo puede hacer– es recibido como enemigo común, porque parece a algunos que usurpa los aplausos que ellos merecen o que hace estanque de las admiraciones a que aspiraban, y así le persiguen.

Aquella ley políticamente bárbara de Atenas, por la cual salía desterrado de su república el que se señalaba en prendas y virtudes porque no tiranizase con ellas la libertad pública, todavía dura, todavía se observa en nuestros tiempos, aunque no hay ya aquel motivo de los atenienses; pero hay otro, no menos eficaz aunque no tan bien fundado, pues parece máxima del impío Maquiavelo: que es aborrecer al que se señala porque desluce a otros. Así sucede y así sucedió siempre.

Y si no, ¿cuál fue la causa de aquel rabioso odio de los fariseos contra Cristo, habiendo tantas razones para lo contrario? Porque si miramos su presencia, ¿cuál prenda más amable que aquella divina hermosura? ¿Cuál más poderosa para arrebatar los corazones? Si cualquiera belleza humana tiene jurisdicción sobre los albedríos y con blanda y apetecida violencia los sabe sujetar, ¿qué haría aquélla con tantas prerrogativas y dotes soberanos? ¿Qué haría, qué movería y qué no haría y qué no movería aquella incomprensible beldad, por cuyo hermoso rostro, como por un terso cristal, se estaban transparentando los rayos de la Divinidad? ¿Qué no movería aquel semblante, que sobre incomparables perfecciones en lo humano, señalaba iluminaciones de divino? Si el de Moisés, de sólo la conversación con Dios, era intolerable a la flaqueza de la vista humana, ¿qué sería el del mismo Dios humanado? Pues si vamos a las demás prendas, ¿cuál más amable que aquella celestial modestia, que aquella suavidad y blandura derramando misericordias en todos sus movimientos, aquella profunda humildad y mansedumbre, aquellas palabras de vida eterna y eterna sabiduría? Pues ¿cómo es posible que esto no les arrebatara las almas, que no fuesen enamorados y elevados tras él?

Notas

[1] Carta en respuesta a Sor Filotea de la Cruz.