Desmonte
De luces y muros
está hecho el paisaje.
Vivimos a un metro del pasado
y a dos de lo que vendrá mañana:
siempre fuimos atemporales.
Muy cerca
el impacto del filo sobre el leño
resuena en la noche
entre ladridos
y el canto
de las últimas aves.
Mi padre carga
un puñado de leña
y se detiene por un instante;
los dos miramos lo mismo,
en un diálogo mudo
de esos que sostienen
los grandes amigos:
allá lejos
las luces seguirán estallando,
mientras acá
las luciérnagas
nos alumbran todavía.
Desde lejos
el asfalto
amenaza con cubrirnos:
que venga,
las raíces
pueden más que el cemento.
Latido
Lo descubrí una noche
después de buscar agua de lluvia.
Los árboles enloquecidos
se inclinaban
en reverencia,
mientras la luna alumbraba
el centro del matorral.
Al principio
ni pude
ni quise ver,
después lo entendí:
debajo,
justo encima de las raíces,
en el centro mismo del monte
latía
un corazón.
Teros guardianes
Los teros cantan
una advertencia.
Protegen a sus nidos del hombre
pero sin saberlo,
nos cuidan también
de lo inesperado.
Cuando alguien atraviesa el monte,
pienso en mi padre
y en su ternura hacia todo
lo que la tierra
da a luz en silencio:
él irrumpe
en las soledades permanentes
y les dibuja un rostro humano
para que puedan
ser comprendidas por otros.
Un hogar en el campo
Madre,
esta casa
es una guarida
que se alimenta de mí.
Me consumen
las paredes húmedas
y las puertas se cierran
con doble llave.
Una ilusión
crece y crece,
me devoro de tanto inventarme
en sitios imaginarios.
Madre,
los árboles
callaron hace tiempo,
pero sus raíces todavía respiran
mientras las ramas
huyen hacia el cielo.
Acá antes
había una arboleda
y hoy
sin medida
el sol se entrega
a nuestro techo oxidado.
Son tantas,
como nosotras son tantas
las bestias que buscan algo de alimento.
El instinto arde
antes que la razón:
madre,
de mi deseo
protégenos
hoy y siempre.
Guarida de luciérnagas
En el campo bastaba
con una garúa
para que las luces
se apagaran.
Las noches de lluvia
eran un baile de siluetas.
Madre renegaba
por las letanías
de lo incivilizado.
Padre miraba
primero a la siembra,
después al cielo
y en silencio agradecía
a un dios
que siempre supo escucharlo.
Yo era una guarida
donde todas las luciérnagas del mundo
querían posarse.
Hoy han pasado
tantos años;
mi hogar es un edificio
en medio del cemento.
La lluvia besa
las calles que camino:
pero en la ciudad
la lluvia y el cemento
no se funden,
nadie agradece,
todos se quejan
y yo soy ahora
una guarida
sin luciérnagas:
qué extraña fortuna
saberme lejos
de la noche inmensa.
Antes me entregaba al temblor:
hoy la sombra
tan sólo es
la cara más joven
que tiene el miedo.
Úrsula Alonso nació en Entre Ríos. Es poeta, narradora, Profesora y Licenciada en Letras y Bibliotecóloga en formación. Trabajó como docente en instituciones educativas públicas y privadas, y en el nivel superior en la cátedra de Teoría literaria. Actualmente se dedica a la docencia, la gestión cultural y la investigación. Codirige los ciclos literarios Mercurio Retrógrado y Surco poético, ambos de poesía oral y performativa.
Obtuvo reconocimientos literarios, entre ellos el premio Leopoldo Lugones en narrativa, el Juan José Manauta en género poético, la beca del Fondo Nacional de las Artes por su investigación Narrar la herida, y el premio Entre orillas. Editó las plaquettes Garúa y Los que no ven y publicó el poemario El reino de las agujas.
A través de la página Textos virales, divulga literatura entrerriana.