Por Fabián Domínguez
Me extendió la mano como si fuera un adulto. A los siete años, Alejo siempre actuaba como un mayor. Lo conocí en la esquina de casa, Unión y Murature, al borde de la zanja que abarcaba toda la calle, como una laguna. Miraba con atención el charco esperando que saliera un sapo a cantar y que inflara el buche para meterle un hondazo. Teníamos cinco años y ninguno iba al jardín de infantes.
─ ¿Querés que saquemos renacuajos? ─ me dijo como si nos conociéramos desde siempre.
─ ¿Con la mano? ─ le seguí el juego.
─ No boludo, tenés que traer una jarra de tu casa ─ Volví corriendo con una lata vacía de durazno y pasamos la tarde sacando bichitos negros que sacudían la cola. Ya estaba oscureciendo; él se fue y me dijo que me llevara los pescaditos.
─ Mamá, mirá lo que pesqué ─ entré gritando a casa.
─ ¿De dónde sacaste eso? ─ Cuando dije que lo conseguí en la zanja arrojó el recipiente al patio y cientos de renacuajos se retorcieron en el barro mientras un sapito saltaba a esconderse entre los pastos. Esa noche me broté, con miles de granitos de agua. Mi vieja me dijo que era alergia a la mugre en la que jugué toda la tarde. Al otro día la mamá de Mirta le dijo que no se preocupara, era una varicela leve.
Mirta era mi vecina y jugábamos todos los días. Tampoco la mandaban al jardín; decían que era muy lejos. Había que patear un lodazal y nuestras madres estaban muy ocupadas. El tango dice “Pompeya y más allá / la inundación” y tardé en darme cuenta que el poeta hablaba de las calles de mi primera infancia. En Villa Caraza, Lanús Oeste, las calles estaban siempre inundadas, se chapaleaban cuadras para salir a comprar o trabajar, incluso en meses de sequía. Allí viví la despedida más dolorosa de mi vida.
Nací en la provincia de Corrientes, pero una lluvia inundó la cosecha y empujó a la familia al Gran Buenos Aires. Soy nacido allá pero malcriado acá. Mirta era santiagueña, sus padres escuchaban chacarera a todo volumen y a veces a Leo Dan. Mi mamá no la quería mucho porque jugaba a la pelota de manera brutal, pateaba tan fuerte que me dolía cuando me impactaba. Podaron los sauces del fondo de casa, al lado del baño de chapa negra, y ella se subió a los árboles, se colgó como un mono y se tiró una y otra vez sobre las ramas podadas que formaban un colchón. Yo la imitaba. “Es muy machona”, decía mi mamá. Yo no sabía si eso era bueno o malo.
Alejo venía seguido, a cazar sapos. Siempre me preguntaba si alguna vez pesque algún tiburón, que su papá los pescaba en el Riachuelo. No sabía si creerle. Vivía a seis cuadras, pero del otro lado de las vías, que era como decir del otro lado del mundo. Morocho, pelo lacio y cara seria, a veces metía miedo. Solo sonreía cuando festejaba sus propias travesuras pero se ponía muy serio cuando decía alguna mentira grande, como cuando me contó que le regalaron globos y que con ellos voló sobre la ciudad. En su casa no se acumulaba agua, la calle era de asfalto. Después de tanto venir nos hicimos amigos y me dijo que le gustaba Mirta, que le había dado un beso pero ella se enojó. Solo sonreí, no me importó porque nunca me fijé en ella como mujer. Para mí era una compañera de juegos que además me invitaba a ver la tele, la única de la cuadra.
Ella tenía seis y yo cinco, y fue la primera mujer que me mostró lo que tenía debajo de la bombacha, mejor dicho lo que no tenía. A veces jugábamos en la vereda de enfrente, calle inundada de por medio, en una casa a medio hacer, con las paredes desnudas, con un techo de madera, aunque faltaba colocar puertas y ventanas. Una mañana, jugando solos, me dio ganas de hacer pis y quise ir hasta mi casa.
─ Hace en la pieza de al lado ─ dijo Mirta Mi baño me daba miedo, una vez vi un murciélago y también una rata, así que le hice caso. Con pantalones cortos fue fácil sacar el pito.
─ ¿Vos también haces parado? ─ escuché la voz de Mirta detrás. Se acercó y me miró.
─ ¿Vos cómo hacés? ─ le contesté, apurado para guardar.
─ Yo me siento porque no tengo como vos ─ me contestó, a la vez que se subió la pollera y se bajó la bombacha para mostrarme. No tenía nada y me sorprendió.
─ ¿Te duele? ─ le pregunté.
─ No tonto, cómo me va a doler. Los varones tienen pito y las mujeres, concha. ¿No sabías?
─ Si sabía, pero me olvidé.
Una tarde, cansados de los sapos, con Alejo jugábamos a la bolita y me dijo que quería ser novio de mi hermana. No entendí qué me quiso decir y no pregunté porque me tocaba a mí y quería ganar. Vino el verano y no volvió más por mi cuadra, viajo a visitar familiares a una provincia que no me acuerdo. Nos reencontramos en la entrada de la escuela, el primer día de clase.
Ir al colegio era una fiesta para mí y no entendía a mis compañeros que lloraban abrazados a sus padres. Pasamos el gran portón de rejas del Colegio Juan XXIII, nos recibió una maestra, ordenó la formación delante de la capilla y nos llevó al aula, al fondo de un pasillo. Con Alejo nos abrazamos como viejos amigos y nos sentamos juntos. Me preguntó por Mirta, le dije que también empezó, pero a la mañana.
Los de los grados grandes, que se pasaban el recreo en el patio que daba a nuestra aula, nos asustaban al revelar que el salón contiguo al nuestro estaba cerrado con llave porque ahí se ahorcó una maestra y que, si mirábamos por la cerradura, se podía ver que la mujer permanecía colgada. Mi temor era tan grande que apenas salía al recreo me iba al patio de adelante. Alejo, que tenía su hermano mayor en quinto, un día me llevó hasta el salón maldito, y me hizo ver por la cerradura.
─ ¿Qué ves?
─ Un escritorio, una silla y un pizarrón ─ le respondí.
─ Lo de la mujer colgada es mentira, lo dicen porque no quieren que usemos el patio.
Ale jugaba con los más grandes y me presentaba como su amigo. Siempre andábamos juntos y sentía que con él no me podía pasar nada. Era inquieto, molestaba a las chicas y a veces nos organizaba en el recreo para empujarlas mientras ellas jugaban a la soga o al elástico. Una vez una de las chicas se cayó al piso y vi que era una compañera que me gustaba.
─ A la de flequillo no la molesten. Es mi novia ─ grité. Alejo me miró y se rió. Vino donde estaba y me preguntó quien era. Le señalé a la más petisita del grupo.
─ La conozco, vive en la cuadra de mi casa. Yo te hago gancho y vos me haces gancho con Mirta ─ me guiñó y volvió al ataque.
Nuestra maestra de primero era una chica muy joven, iba a la escuela de minifalda y tenía granitos en la cara. Nunca levantaba la voz, era atenta con todos. Creo que hacía alguna preferencia con las chicas pero a los varones nos trataba bien, aunque a ninguno nos ponía diez. Alejo se burlaba de ella por la cantidad de granitos.
─ Eso no es viruela, eso le sale “pornoco” ─ me decía y se moría de risa. Yo me reía con él, pero no sabía porqué. Una tarde llovió mucho y fueron pocos chicos. Ella nos dio tarea y pasó por los bancos para corregir. Cuando llegó cerca nuestro Alejo chocó su pierna con la mía. Lo miré y me señaló a la maestra. Ella estaba de espalda y no entendí. Miré a Ale que se agachó un poco, y miraba debajo del guardapolvo de ella, que era apenas más largo que su mini. La señorita se había agachado tanto que al darme vuelta vi su bombachita celeste y me dio mucha vergüenza. Alejo se tapaba la boca para que no se escuchara su carcajada.
─ Mirta tiene una del mismo color ─ recordé en voz alta. Alejo se puso serio de repente pero no dijo nada.
A la salida del colegio, Ale siempre se iba con los de quinto y su hermano a cazar pajaritos o a jugar a la pelota en las Siete Canchas, cerca del Riachuelo. Al otro día no traía la tarea y yo le prestaba mis trabajos. Como nos sentábamos juntos puedo decir que era muy inteligente. Cuando quise resistirme a prestarle me sorprendió.
─ Era una pavada Ale, ¿por qué no la hiciste?
─ Fuimos al Riachuelo a buscar anguilas para comer y volví a casa de noche.
─ ¿Estabas cansado?
─ No, yo no me canso. Pero la vela la usó mi mamá para iluminar la cocina, después cenamos y nos mandó a dormir. No quiere que gastemos la única vela para toda la semana, hasta que le pague la patrona y compre un paquete.
Cuando mi papá llegó con la novedad de un trabajo mejor y una casa más cómoda no entendí. Dijo que nos mudábamos y que él iba a estar en casa siempre. En esa época era vareador en el Hipódromo de Palermo y lo veíamos cada tres o cuatro días porque decía que quedaba muy lejos. Me puse contento porque nos veríamos todos los días y además me prometió que la casa nueva no se iba a inundar nunca. Dijo que el barrio era muy lindo, que había muchos chicos, que pasaban dos líneas de colectivo y que el asfalto estaba en la esquina. El nuevo lugar se llamaba San Isidro y quedaba muy lejos de Villa Caraza. Fue una charla extensa, para lo poco que nos veíamos y el escaso dialogo que teníamos.
─ Nos vamos en las vacaciones de invierno y no volvemos más.
─ ¿Y la escuela?
─ Allá la escuela queda cerca.
Tuve una sensación agridulce. Escuchar de una casa que nunca se inundaba me ilusionaba, pero me ponía triste separarme de mi amigo.
El primer viernes de julio de 1973 salimos del colegio y le dije a Alejo que camináramos hasta la vía, que le tenía que decir algo. Ese día los de quinto iban al centro de Caraza pero él se quedó conmigo. En el camino le dije que me mudaba. Frunció el ceño y me preguntó si me iba lejos. Le dije que no volvería más. Terminé de decir la frase y se me cerró la garganta, caí en la cuenta que tampoco vería a la petisa de flequillo.
─ Uhhh, que cagada ─ dijo en voz baja. Seguimos caminando una cuadra en silencio, hasta que llegamos al punto donde nos separábamos, junto a las vías del tren. Me miró y sus ojos brillaban.
─ No voy a ver más a Mirta.
─ ¿Por qué? La podés visitar, aunque no te pueda hacer gancho con mi vecina ─ La cara se le iluminó cuando supo que no era mi hermana.
Extendió el brazo para darme la mano, como si fuera un adulto, pero yo lo abracé, le di un beso y le dije que lo iba a extrañar. A los siete años Alejo siempre actuaba como un mayor, pero esa vez me miró y sonrió. Teníamos los ojos vidriosos, no estábamos contentos. Me alejé pensando que era el día más triste de mi vida.