ANA, por Antonella Ibañez Vulcano

Desarmo la página entre las manos, me tiemblan los dedos, me desespero por apretar el botón.

“Hola, soy la nieta de…”. Dejo de hablar para mirar la hoja, tiene los bordes como comidos por ratas. Calculo mal que ya son las tres de la tarde. La página tiene número, veintitrés, dice. No sé si cada página le pertenece a un año en particular o si es un diario. Sospecho que fue escrita así, una página por día, porque durante el quince la sonrisa malpensada de la mujer en cuclillas sigue apareciendo: “Esas mujeres no duran más de un año en Buenos Aires”, dice en el último renglón de la página.

El botón del grabador está roto, pero si se lo aprieta con fuerza durante los primeros diez segundos permanece presionado por horas, días, se puede grabar durante diez meses seguidos y el botón no falla. El aparato es viejo, y como las cosas de antes, es fuerte y de un material sólido y oscuro, de un negro que ya no existe. Mi mundo de plástico es aterrador, frío y lleno de humo de cigarrillo barato, de libros de literatura intacta, sobria, caliente. Vuelvo a grabar porque no me gusta cómo quedó el principio del año veintitrés, o el día veintitrés, y pienso, porque nunca está de más sospechar, ¿y si fue una página por hora? No quiero ponerme quisquillosa pero estas hojas de agenda vieja pueden completarse de letras en menos de un minuto. Sí, un minuto por página. Entonces… ahora estoy parada grabando el minuto número veintitrés.

Aprieto el botón negro, cuento mentalmente diez segundos mientras digo: “Yo soy la nieta de…”. Pasaron diez minutos y me parece que ese minuto veintitrés fue tan eterno como un minuto encerrado en diez minutos. La realidad de ahora no se parece en nada a la de antes, ahora todo es colorido y entrecomillado, antes cabía un minuto en una página, y ahora, y ahora, un minuto se estira perezoso sobre diez minutos de mi voz de buey. Porque ya no sueno nostálgica a esta edad, porque me estoy pareciendo a las entrecalles, a los guiños de los autos rojos. Yo pensé que a esta altura iba a ser puro humo, puro papel de carta, y en realidad las excusas me rastrillaron la cara. Sigo grabando, no fue necesario dejar el botón presionado durante todo el día, me enfurece que la potencia de las cosas sea tan inútil, que me encuentre expectante, me enfurece que el botón sucio pueda mucho más de lo que yo puedo exigirle.

Aliso la página veinticuatro que dejé abrochada a una foto arriba del escritorio. Tiro de la foto para romper el ganchito, queda rota, desgarrada en su costado. Una parte del cielo celeste de Mar de Ajó queda destrozado por un gancho del futuro, un gancho que no existía cuando alguien sacó la foto. Me siento foto por un rato, me siento un gancho del presente retorciendo el pasado, rompiéndole el cielo a la incertidumbre del tiempo, ahora falta un pedazo de cielo en algún lugar del tiempo, me da vértigo, alguien que mira el cielo en Mar de Ajó no entiende de ganchos, ni de incompletitudes, pero aún así mira el cielo y sabe que falta un pedacito. Agarro el trozo de cielo que falta y lo pongo sobre un gajito de cinta scoch, lo envuelvo y se plastifica, está listo para posar en algún museo. La pieza que le falta al cielo queda petrificada sobre el escritorio antiguo.

Es de noche y sospecho que algo oscuro está pasando con el tiempo. Agarro la hoja veintisiete, el minuto veintisiete, me siento incoherente. Estas páginas amargas podrían haber sido escritas en un segundo, no, no, no, eso es imposible. Me enredo entre los números, entre la velocidad que me conoce. La pagina número veintisiete tiene sólo una palabra, escribo la palabra en un papel nuevo, tardo tres segundos, creo estar equivocada. Me atormenta la tarde en la que metí un minuto en diez minutos, mis tres segundos podrían caber en un segundo antiguo. Sólo así podría llegar a la conclusión de que cada página vale por un segundo. Definitivamente, no puede ser de otra manera. Agarro la página veintisiete, la apoyo entre mis piernas, aclaro la garganta, me tiembla la mano derecha, presiono el botón, espero nueve segundos, digo la palabra, suelto el botón, no deja de grabar. No hay nada más que decir: la página número veintisiete cabe en un segundo.

Pienso que está amaneciendo pero en realidad son las siete de la tarde. Me decido volver a grabar el principio porque el que antes grabé me suena a presente entrecomillado, a mail escolar, a nota en la pantalla del celular, y en realidad estoy aterrada. Busco el tocadiscos, que aunque esté sucio y descalabrado sé que es todo lo que necesito para volver, la suciedad, para cumplir mi meta diaria de hacerle sentido al condicional vacío. Empieza a sonar un tango. Es el momento justo para grabar.

Aprieto el botón y en el segundo dos empiezo a grabar. “Buenas tardes, soy la abuela de…”. Después de veinte minutos vuelvo a apretar el botón para frenar la grabación. Mis manos están más quebradas, hay algo que todavía no logro entender, entre tantos papeles, por qué nunca encuentro su olor a tabaco, hay algo que yo nunca puedo grabar aunque me quemen los huesos: esa canción. Creí que de fondo se iba a escuchar el tango, que mientras yo hablaba se iba a sentir algún canturreo acompañante, pero le pongo play al casette y me escuchó, sola. Entiendo que el tango es mudo y que el botón tiene límites en el tiempo.

Desenvuelvo en mis manos, casi llegando el amanecer, una página maltratada y subrayada por todos lados. Este debe ser el segundo treinta, este debe ser el segundo treinta. Grabo: “Soy la abuela, soy una página…”. El botón negro salta sobre mis ojos, agresivo, vulgar, quebrado. Un resorte queda arriba de la mesa. Tiembla. Soy un resorte que se calma arriba de la mesa. Soy un pedazo de nube plastificada arriba del escritorio viejo. Los diez segundos que me faltan para terminar el segundo treinta se volaron con el botón asesino. Sé que ella siempre supo, ella siempre supo que los treinta segundos de vida que me quedaban tenían su macabra equivalencia, tenían su doble siniestro leyendo el diario en el patio de la casa.