Por Andrés Pedro Alvarado
Año 1987 o 1988, mes de febrero, domingo al mediodía. Mi mamá pone la mesa, la salsa está a punto, el agua hierve. Es cuestión de tirar los ravioles y en un momento comer. Pero Inés y Cecilia, mis hermanas mayores, fueron a comprar pan y no llegan. Mamá pasa en segundos de la furia a la desesperación y visceversa. Del histriónico “seguro se quedaron paveando” al compungido “¿les habrá pasado algo?”. Manda a papá a buscarlas, pero él está en otra cosa y entonces va Marta, mi hermana más chica, que así y todo me lleva ocho años. Marta vuelve rápido sin novedades aunque con un chisme: había griterío y jarana en la calle. Mamá vuelve a la furia: “se quedaron paveando, listo, comamos, que se joroben, que coman los ravioles pasados y fríos”. Nos sentamos a la mesa y minutos después aparecen Inés y Cecilia: están empapadas. De pies a cabeza mojadas. Mamá pone el grito en el cielo: “¿¡Quién fue, los hijos de la Fonticcelli? ¿O los del lechero!?” Los gritos y los nervios generales me llevan a refugiarme en algún lugar no visible de la sala y olvido los responsables del ataque carnavalesco. También lo olvidan mis hermanas, a quienes pregunto ahora, 30 años más tarde, pero ni siquiera recuerdan la anécdota.
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Año 1991, mes de febrero. Ya no vivimos en el PH de Culpina 1324 en Bajo Flores. Ahora habitamos por un breve lapso —aunque imposible saberlo todavía— una hermosa casa en Gregorio de Laferrere 2080, siempre en el barrio de Flores, aunque menos al sur. Atravesamos contentos los pasajes del barrio “ex municipal” rumbo a casa. Marta vino a buscarme a fútbol, tiene 16 años y yo, 8. Cuando camino con ella me siento seguro y grande, ella descubre el mundo y a su manera me lo transmite. Cantamos —ella canta, yo tarareo con énfasis intentando seguirla— un amplio repertorio que va desde Scorpions hasta los redonditos de ricota pasando por Erasure, Roxette, Pet Shop Boys, Ataque 77 y Fito Páez. Los gustos nos los moldea “Bebe” Sanso desde la conducción de Pepsi Music los sábados al mediodía. En nuestroproceso evolutivo sólo quedará la banda liderada por Beillinson—Solari.
No importa. Nada de eso importa ahora. Es viernes. Marta sale por la noche con amigas —quizás por primera vez— y está vestida para la ocasión con atuendos de estreno. Pero el rostro de Marta de golpe se transforma. Percibo su miedo y sigo su mirada: cinco, o quizás seis adolescentes como ella la miran sonrientes. Miro sus manos: bombuchas. Marta balbucea algo así como un “no, por favor, no” y se echa a lacarrera. Varios globos de colores cruzan por delante y por detrás de ella sin acertar. El líder de la banda, un lampiño rubión con cara de nene, empieza a correrla y automáticamente yo me lanzo detrás de él. Tira una que no le da y, a escasos metros de la puerta de casa, lanza el último bombuchazo con una precisión admirable para la carrera que lleva. El globo roza la espalda de mi hermana, impacta en un poste señalético de la calle y estalla. Marta abre rápidamente la puerta de casa y se lanza adentro mientras yo le tiro una infructuosa e irrisoria piña al truhán y me meto también en la casa festejando el escape de mi hermana.
Pero cuando la veo, noto que ella no festeja. No recuerdo si grita o llora, pero sí recuerdo su bronca y decepción. La mojaron. Mojaron su ropa nueva. Mojaron la ropa con la que quería salir con amigas por primera vez. La obligaron a correr y a agitarse. Quizás, también, a sudar. Sin embargo, no entiendo. No la entiendo. Para mi su corrida fue heróica. No la entiendo.
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Año 1993 o 1994. Febrero. Estamos con Ariel Naimo, compañero de escuela, en el PH en el que vive con su familia sobre la calle Lezica, en el barrio de Almagro. Aburridísimos, decidimos que es más divertido lanzar bombuchas a los transeúntes desde la terraza de la casa que entre nosotros. Por la vereda de enfrente pasa una chica bastante más grande, quizás de la edad de Marta. Lanzo un bombuchazo no tan preciso como el de aquel rubión con cara de nene y acierto en las ramas del árbol que nutre de sombra la vereda por la que pasa la chica. El globo estalla y la salpica por entero. Ella alza la vista, nos ve y cruza en dirección de la casa de Ariel. Momentos más tarde, luego del griterío, la mamá de Ariel nos llama y nos reprende: la chica tenía una entrevista de trabajo. ¿Cómo haría ahora para ir mojada?
Cuaderno para brujas, primer poemario de Pamela de Battista, ha sido la obra ganadora del premio Fray Mocho en género poesía. Por primera vez en 46 años, una mujer obtiene el galardón literario más importante de la provincia de Entre Ríos. Como dice Jimena Arnolfi en el prólogo, no es casual tratándose de un libro “atravesado por el feminismo”; acertada definición que no clasifica al poemario como feminista. ¿Por qué la distinción? Cuaderno para brujas no es un libro coyuntural, sino que surge atravesado por esa coyuntura que a todos nos atraviesa. De Battista escribe al calor de la lucha del movimiento feminista, estableciendo cruces pero no gritando consignas ni definiciones. Un libro eminentemente político que dialoga con su tiempo, pero que a la vez socava el tiempo.En una primer lectura, Cuaderno para brujas presenta una forma accesible y atrapante. Dividido en seis partes, con versos en su mayoría breves y una cadencia vertiginosa (especialmente en las primeras dos series, La costurera y La espera), el poemario logra sacudirnos la modorra rápidamente. Veamos los primeros versos:
Contra todo silencio / que íntimo / mar / se mueve danza, / contra toda lágrima / que piedra, / aquieta, / soy la costurera. / Se hamaca el pie / se ensaña la mirada / se concentra. / Contra toda la noche despierta / enhebro la letra / hilvano el pensamiento / doy la primera puntada; / el hilo en la tela / abre puertas, / punta con punta / palabra con palabra. / De esta unión ya no se vuelve / ya no / hay vuelta atrás.(Los subrayados son míos).
De Battista se apropia aquí de la simbología de La costurera, imagen por antonomasia femenina en la cultura del patriarcado y la invierte al calor de la lucha del movimiento feminista. El acto de zurcir y la simbolización de la costura se utiliza para poner de manifiesto el hilo que eslabona los poemas, pero además para ponerle voz a ese ritual que une cuerpos y fuerzas. El acto de la costura irá atravesando de manera metafórica las distintas partes que componen el poemario, las distintas cicatrices que trazan los cuerpos y el hilo invisible que los une en pos de su liberación:
Enhebro la palabra / hilvano el pensamiento / doy la primera puntada (…) el hilo en la tela / abre puertas” (1. La costurera). // “Con la humedad me duele la cicatriz” (2. La espera) // “El amor zurcido a contra tajo” (3. Luanda) // “los grillos de la noche / están bordando su amor / costureros de la noche (…) va a llegar el día / que yo tenga que casarme / coserme / con mis bestias” (4. Poema de la bruja) // “Un paisaje como aquellos / aparentemente apacibles / que bordaba mi abuela” (5. Sororidad) / “te exijo, poesía / (…) me devuelvas a la furia de ser mujer, / y signo de fuego / y cortes de una vez el hilo / del tapiz embrionario / en que me sumerjo. (6. Arte Poética)
Como se ve, la voz poética comienza cosiendo para unir fuerzas y abrir puertas y termina exhortando a la poesía que le devuelva a la furia de ser mujer. A veces con ese vértigo y por momentos con un reflexivo lirismo, se poetiza utilizando como material lo femenino y distintas representaciones de género en una cultura regida por el patriarcado. Movimientos interesantes que ponen una vez más de manifiesto que no se trata de un libro de proclamas, sino de un libro que se inscribe en su tiempo haciendo foco en aquellas tensiones y crisis identitarias que toda cultura dominante genera sobre los sectores oprimidos o dominados. Hace un tiempo escribía en sus redes sociales el poeta Javier Galarza: “Cuando era niño y no aparecían las palabras Proustianas, tenía miedo. Entonces la animalidad se agazapaba y esperaba su momento. Escribir tiene la etimología de entramar, tejer. En griego el verbo “contar” puede traducirse como “coser canciones” (los subrayados son míos).
¿Quién no tuvo miedo en su niñez? ¿Quién no se vio agazapado, a la espera de que ese animal latente emerja de una vez? Las palabras de Galarza pueden ser anotadas al margen del libro de Pamela, que trabaja también sobre estas cuestiones. Miedo, niñez, espera, agazapamiento, animalidad, atraviesan en distintos momentos los poemas de esta costurera que zurce canciones.
Decía Bachelard en Instante poético e instante metafísico que la poesía es una metafísica instantánea y que un breve poema debe dar una visión del universo y el secreto de un alma. En la poesía opera un tiempo al que llama vertical en oposición al tiempo corriente, prosaico, horizontal. Es decir, si el tiempo común y corriente es continuo y horizontal, el tiempo de la poesía es rupturista y vertical.En el capítulo 5 del libro, llamado Sororidad, hay un poema que me llevó a recordar aquellas escenas de mi infancia narradas en el primer apartado de esta reseña.
La voz poética, representada por una chica de catorce años, se hace algún dinero trabajando en el corso de Gualeguaychú. Una tarde, yendo al trabajo, es abordada por unos chicos que la quieren mojar por ser carnaval. Pero, no casualmente, la escena no se llega a contar; se corta abruptamente y aparece espejada con otra mucho más perturbadora, como si hubiese un salto temporal que refleje el aparente juego de niños —el ataque a bombuchazos— con un violento accionar de adultos: por la noche, al finalizar el desfile, la misma chica ya no está rodeada de chicos que quieren mojarla. Ahora son cuatro o cinco tipos violentos, abusivos y desagradables que la encierran, la quieren tocar, le quieren meter mano y otras cosas.La chica está sola, aunque sus compañeros y compañeras la vean, nadie dice nada ni hace nada. Incluso, una compañera la reprende por haber sido grosera o maleducada con ellos y así provocar su enojo.
El juego de las bombuchas puede ser solamente un juego. Pero un juego tiene reglas y se interrumpe —o termina— cuando las reglas dejan de respetarse. Fuerza en desventaja representadas por cinco o seis chicos que quieren mojar a una mujer desprevenida, o que la atacan a bombuchazos desde una azotea, no entra en ninguna regla de ningún juego; sino en la antesala del abuso.
Con esa escena espejada, la voz poética rompe el continuo del tiempo y pone de manifiesto mediante la transición temporal esa suerte de preparación en una cultura machista para que existan abusadores y abusadas. Este reseñador, a la manera de un cronista desprevenido que va a cubrir una manifestación y se siente de pronto interpelado por la voz de los manifestantes y la violencia de las fuerzas represivas estatales, se sintió interpelado por esa verticalidad que poseen los poemas de Cuaderno para brujas. Sus recuerdos, a modo de crónica carnavalesca, aparecieron trazados por una línea de fuga vertical. La poesía pudo poner de manifiesto cómo aquellos eventos pueden ser reinterpretados como el modus operandi de una cultura arraigada y performativa, en la que niños y niñas, víctimas de ese arraigo cultural, son a la vez portadores de un modo de conducta. El acto de atacar a bombuchazos entre varios muchachos a una mujer desprevenida tiene correlato con el abuso. La humillación de ser mojada cuando no existe juego alguno, es una manera de ser abusada.
Cuaderno para brujas, insisto, es un libro a veces vertiginoso y por momentos de un profundo lirismo. Un libro “zurcido a contratajo” en el que una bruja-costurera que “cose canciones” se permite mostrar la cicatriz de un cuerpo atravesado por su tiempo y que, a la vez, interpela al tiempo.