El opaco color de la siesta. Por Fabián Domínguez

Los ojos del Tigre brillaron cuando terminó de preparar la trampa para Esteban. La orden de Cero, el comandante de cejas tupidas, era sacarlo de circulación y obtener la máxima cantidad de datos sobre personas, lugares, hechos y planes. No tenía la venia para matarlo, pero nada le dijo acerca del ahorro de energía eléctrica.El Tigre, que atemorizaba con sus ojos de frialdad transparente, se sentía orgulloso por su desempeño en la caza mayor. Las salidas que encabezaba eran comentadas en toda la Escuela, sus colegas marinos lo admiraban y hasta le temían, mientras que los integrantes de las otras fuerzas lo envidiaban. La rutina y los ejercicios mecánicos de su carrera de oficial lo habían hastiado, y solo la acción permanente y la sangre derramada colmaban su sed de guerra. Conocía la selva a la perfección y tenía la información precisa de sus presas. Trabajaba con plena libertad, podía usar los métodos más insólitos, desde salir a navegar con alguno de los apuntadores hasta ir a patear la puerta de cualquier casa y saquearla, según la necesidad del momento. El insomnio lo hacía más eficiente, podía trabajar varios días seguidos sin parar. Muchas veces se encargaba de los interrogatorios, y su voz metálica quedaba grabada a fuego en los oídos de los prisioneros.Pocos cuestionaban su poder, más por miedo que por respeto, y lo aceptaban como el dios absoluto de la Escuela, con capacidad para decidir torturas, traslados y vuelos, dueño de la vida y de la muerte de sus víctimas. Pero sus ojos claros de cazador aún no habían podido ver un procedimiento que lo dejara plenamente satisfecho, obtener un verdadero pez gordo, a alguno de los conductores. La nueva operación que le encomendó el Comandante no solo era su oportunidad, sino que resultaba una vindicación para la fuerza y a la vez un ajuste de cuentas.Meses atrás los brutos habían acorralado a la hija de Esteban, pero, a pesar de la infantería, las armas cortas, los morteros, los tanques y los helicópteros, no lograron atraparla ni impedir que se suicidara delante de sus propias narices. Ahora él, el Tigre, el mejor cazador, el hombre de mirada gélida, demostraría cómo desplegar la inteligencia para hacer caer al hombre que osaba burlarse de los marinos. Porque además había una cuestión personal, estaba el informe que desnudaba al Grupo de Tareas, y que él mismo había confirmado en un interrogatorio que lo redactó Esteban, el miope insolente con anteojos de marcos gruesos.Sentado en el escritorio del detalle le daba la espalda al armario gris donde guardaba los expedientes de los trabajos realizados en cada jornada, fichas de las próximas incursiones y las declaraciones obtenidas de los prisioneros. Una tenue lámpara brindaba luz durante las veinticuatro horas. Sobre la pared oscura, pegada con una tela adhesiva blanca y sucia, estaba el diagrama del orden jerárquico del grupo, en otro papel figuraba el turno de las guardias y una planilla señalaba a las nuevas víctimas, con nombre, alias de guerra, grado y grupo de pertenencia.Sobre la mesa metálica tenía la carpeta del Informe sobre la Guerra Sucia, abierta en una de sus últimas páginas y con un párrafo subrayado que decía: El teniente de navío cuyo nombre de guerra es Tigre es el jefe de Contrainteligencia, Comunicaciones y Seguridad. El texto lo exhibía de manera impúdica, y continuaba con la dirección de su domicilio particular, describía el 7º piso donde vivía con su esposa y sus dos hijos; también revelaba el vehículo que utilizaba a diario, un Chevy SS gris con techo negro, y hacía público el número de chapa. Ni siquiera sus suegros se salvaban del comunicado, apareciendo sus nombres, la dirección y el piso donde habitaban desde hacía tres años.El informe sobre la Escuela, con más de treinta páginas, era una fuente de información que dejó al descubierto a todo el Grupo de Tareas. Si a Reja, el infante de marina, le tiraron una granada y lo mataron en junio del año anterior, en el operativo del barrio de Belgrano, era porque ya contaban con información precisa. Ahora la circulación del documento ponía en un riesgo mayor a sus compañeros de cacería.Sus manos huesudas tomaron la carpeta y leyó con desdén el primer párrafo: El 6 de septiembre de 1976 se cumplieron 46 años del primer golpe militar en la Argentina del siglo XX. Ese día, el Río de la Plata arrojó sobre las costas uruguayas los cadáveres de tres hombres jóvenes, maniatados y mutilados. Y luego venía la infamia, la agresión, la descalificación, la difamación y hasta la sospecha de que los que integraban el grupo eran locos de psiquiátrico y que algunos fueron dados de baja porque se comprobó que sufrían alucinaciones y habían comenzado a aplicar castigos a sus esposas e hijos. El horror desatado por estos hombres ha comenzado a volverse en su contra. A fines de septiembre una Junta Médica de cinco miembros convocó a sesenta oficiales y suboficiales de la Escuela para someterlos a un examen psicofísico, debido a la constancia de graves disturbios en algunos de ellos. Todos eran integrantes de los grupos operativos y de torturadores. Ocho de ellos fueron dados de baja, cuando se comprobó que sufrían alucinaciones y habían comenzado a aplicar castigos a sus esposas e hijos, en un proceso de deterioro similar al descrito por el líder argelino Franz Fanon entre los torturadores franceses del ‘50, decía uno de los párrafos.A los oídos del Tigre llegó el rumor de lo dicho en una de esas reuniones de subversivos, donde Esteban había descrito su sonrisa como la de un típico psicópata, insulto que lo había sulfurado y quería discutirlo de manera personal. El hombre de astucia felina se había jurado que el hombre de marcos gruesos y mechón sobre su frente tenía que caer, por él y sus camaradas, y su caída no solo iba a ser su momento de gloria, sino que sería su gran oportunidad para congraciarse con Cero.El plan nació durante una noche de la primera quincena de marzo. Cuando los gritos de uno de los prisioneros se acallaron. Dosveinte trajo la cita que le reveló el detenido. -No quería cantar, pero nadie aguanta la electricidad en todo el cuerpo durante mucho tiempo. Cuando le prometí que le iba a dar agua empezó a cantar mejor que Gardel. Después se desvaneció, pero como ya no había nada más para sacarle lo dejamos tranquilo. Al despertar me pidió agua y tuve que cumplir mi promesa. Explotó como un sapo- dijo excitado el victimario de turno.Cerca del Congreso era el lugar donde Esteban tenía que cubrir una cita.”Pero antes vamos a estar nosotros”, pensó el Tigre, mientras iban llegando algunos subalternos para recibir instrucciones sobre la misión.Coronel no era del arma pero estaba entusiasmado con la libertad con que trabajaban, y su cinismo opacaba al mismo Tigre. Huevo era de la Federal y más de una vez le pareció que se amilanaba, pero su lealtad y obediencia eran absolutas, no dudaba en matar apenas recibía la orden. Ángel era el más chico, casi un adolescente con su cara de nene frágil, pero su eficiencia a pesar de su corta experiencia, su capacidad para la infiltración y su convencimiento lo transformaban en una pieza clave, aunque a veces era un poco impulsivo. Para la reunión en la mesa de arena había convocado al más selecto personal que estaba bajo sus órdenes, pero antes quería dialogar con los tres que eran sus manos y sus ojos en las operaciones de calle, los que garantizaban el éxito en cada trabajo. En la nueva misión no se podía dar el lujo de fallar, por las órdenes y por él mismo.

Los ojos de Esteban brillaron con cierta picardía detrás de los anteojos gruesos cuando el martillero le entregó la escritura de su casa nueva. El sol radiante de la mañana ignoraba que el otoño naciente era un anticipo del frío por venir. Vivir a cincuenta kilómetros al sur del ruido de la ciudad era lo mejor que le podía haber pasado en muchos meses. Su intención era acampar hasta que aclarara, las aguas se habían vuelto muy turbias. Enseñar inglés, plantar tomates y lechugas, y dedicarse de lleno a la escritura formaban parte de su plan de trabajo.Su ruptura con la conducción se confirmó cuando se resistió a la militarización de las acciones futuras. Muchos jóvenes de la edad de sus hijas quedaban solos, sin una célula, desprendidos de la columna, al garete, y no podía avalar una contraofensiva sabiendo que pocos, o nadie, sobrevivirían. Sus amigos le dijeron que se fuera del país, pero la sangre de los caídos lo ataba a su tierra. Su hija Vicky fue emboscada por todo un regimiento, pero no se dejó atrapar, eligió morir antes que pudieran ponerle las manos encima. Su amigo Paco tampoco se dejó atrapar, la emboscada no impidió que tomara la pastilla para evitar la tortura y la muerte lenta. Y había muchos más que morirían, por eso él no quería darse el lujo de alejarse del ojo de la tormenta, sino que quería tender una mano.Hacía una semana que, a través de las células de información que había montado a espaldas de la conducción, había difundido un informe especial a un año de la instauración del régimen militar, detallando la situación de los detenidos, la tortura y desaparición de personas, la economía, el trabajo, los militares y la política. Pero por su rigor periodístico no había quedado conforme, y decidió hacer un balance a través de una carta abierta personal, denunciando el plan exterminador.- ¿Para qué vas? Es peligroso- le había cuestionado horas antes su mujer.- Lili, los chicos están cayendo como moscas, y no podemos dejar a nuestros compañeros abandonados. La cita ya está dada y si no la cubro le hago correr un riesgo inútil al que me espera.- Pero si la cita está envenenada perdemos más. Vos hacés mucha falta en este momento, la conducción está loca, ayer actuaban como si no fuera a ocurrir el golpe y ahora planifican como si los milicos estuvieran en franca retirada. Tenemos infiltrados en muchas de nuestras células. No podemos darnos el lujo de perderte.- Ya estoy jugado, salgo de la clandestinidad, voy a dar la cara. Anoche terminé la historia de Juan y el río y le puse mi firma, y también terminé la carta, que no voy a mandar como un parte más de la agencia, sino que va con mi nombre y la cédula 2.205.482. Vamos a mandarla a la máxima cantidad de amigos, agencias, diarios, aquí y afuera.Compartían la vida con Lili desde hacía diez años. La casa la amoblaron con pocas cosas, apenas unas cortinas para cubrir los grandes ventanales, una mesa vieja de madera y muchas cajas con archivos, libros, escritos varios y textos íntimos. Ella fue testigo presencial de la redacción de la carta, donde recurrió a los clásicos latinos para afrentar a sus enemigos. Ante los festejos por el primer aniversario del gobierno militar ustedes han difundido estadísticas, cifras, discursos y documentos y veo que lo que definen como logros son injusticias, lo que admiten como excesos son asesinatos y lo que evaden son responsabilidades por el plan de exterminio que han implantado, decía uno de los primeros párrafos.Diez años atrás había escrito una carta abierta despidiendo a Ernesto, quien fue fusilado en Bolivia. Hizo lo mismo en enero pasado, recordando a Paco. Y antes, en octubre, ponderó la actitud de su hija de igual manera. Sabía que su decisión de salir de la clandestinidad pronto lo llevarían por el mismo camino que los tres, por eso había empezado a ordenar su diario personal y, además, a organizar sus memorias, por lo menos a escribir sus recuerdos sobre literatura, sobre política y sobre cosas íntimas como campos, tierras, amigos, infancia, mujeres y afectos.Desde la inmobiliaria se dirigieron rumbo a la estación de trenes. Llevaba puesto un sombrero de paja, entre las medias tenía un bulto y en el portafolios negro estaban las cartas. La mañana recién empezaba a transitar y un grupo de chicos estaba organizando un picado en un baldío de pastos altos. Antes se detuvieron en el correo, donde enviaron las primeras cartas. Subieron al tren, viajaron en silencio. La cantinela que las ruedas metálicas producían con los rieles lo acurrucaba y lo llevaron a viajar dentro de sí. Por su mente pasaron los tiempos en que hacía periodismo sin ser periodismo, escribía cuentos policiales y garabatos literarios. Luego llegaron los fusilados inocentes del basural de José León Suárez, que en el ‘56 murieron sin saber que el presidente de la Nación había decretado la ley marcial que algunos usarían de excusa para aniquilarlos. También recordó las peripecias para descubrir al asesino del abogado de un diario, destapando el primer escándalo de la SIDE, que involucró a su primer jefe y que derivó en la impunidad del crimen, con la bendición legislativa, judicial y presidencial. El asco del sistema lo llevó a la incipiente revolución de la Isla, desde donde inundó al mundo de noticias a través de la prisa insolente de su fatigado oficio, donde comprendió el valor del nosotros por encima del yo. Corrían los primeros años ‘60 cuando volvió, se ocultó en la soledad del Delta, donde escribió con parsimonia y placer, para descubrir que eso no era vida para él. El Viejo lo convocó con su astucia de zorro veterano, que sabe halagar reprendiendo, ponderar humillando y sentar en una misma mesa a todos los demonios junto con los nueve coros angelicales. Conoció el fuego que atravesó el pecho de los trabajadores, y comprendió que así como hay verdades que anulan la conciencia moral de los pueblos, hay hombres que abren sus ojos y superan la ceguera que provoca la luz. Los hechos lo convencieron a volcarse de lleno a caminar la senda de la revolución, trocando a Dios por la Historia. Pero murieron amigos, hijos, compañeros y empezó a quedar sólo. Comprendió que había que replegarse al pueblo sin mesianismos, para escuchar sus latidos y sufrir junto a él, volver a las cocinas, matear después de las siestas, compartir un asado el domingo. Y en eso estaba…Esteban tenía sobrados motivos para que el tiempo avanzara, que la cita pasara y llegara el fin de semana. Iba a conocer a su nuevo nieto, por eso le pidió a Lili que encargara el asado.- No traigas vino berreta- le recomendó cuando se despidieron en Constitución.Esteban no era Esteban. Parecía un ascético jubilado, a pesar de estrenar cincuenta. Un vecino lo confundió con un profesor de inglés; nunca lo contradijo. Escribía cartas, y acababa de bajar del tren para distribuir la última, aunque él no lo sabía.Cuando era Francisco Freyre tuvo un arma. Hoy, en una de sus piernas tenía un pasaporte de metal, alguien viajaría por otros mundos con él si se atrevían a tocarlo.Con su bolso, sus anteojos de marcos negros, su pelo que no cesaba de caer sobre la frente, iba dispuesto.
Esteban no se llamó siempre Esteban. A veces era Daniel y escribía cuentos policiales y era comisario. En otras ocasiones planeaba dinamitar la comisaría y cambiar el mundo de raíz, pero entonces ya era Esteban.Antes de entrar al hall central, las nubes de los recuerdos presagiaron todo, mientras el ritmo monótono de las ruedas de metal lo acurrucaban.Un basural con mártires.Un cuervo muerto y La Razón perdida.Criptógrafo en Cuba.Las palabras emperladas nacidas del Delta.Fuego cruzado para los obreros.Una hija elige morir su propia muerte.Tanta verdad enceguece.Un día se cansó de todo y quiso el cambio.Murieron amigos, hijos, compañeros. Empezó a quedar sólo.- Regá las lechugas- recomendó Esteban, que no se llamaba Esteban. Desde Constitución acudió a la cita, en un país que hacía rato había traspuesto el umbral del infierno.Ya en Congreso caminó por Entre Ríos, dobló por San Juan, y una frenada brusca le dijo que la cita estaba envenenada.- ¡Se te escapa, Ángel!- gritó el técnico, y el rubio corrió a taclearlo. Esteban era un buen wing, lo esquivó y los trancos lo alejaban abrazado a su guinda epistolar. Vivo tenía que ir la Escuela, querían escuchar lo que sabía, para que dijera su lección en la parrilla antes de saltar al río.- ¡Con vida lo quiero! – gritó el Tigre. Pero Esteban era desobediente, ya no era un rugbier, se transformó en un canguro que saltaba de una acera a la otra, cruzando la calle sin mirar. Sentía que la pelea estaba ahora adentro de él, que se derramaba por su sangre en una incesante, incontenible filtración. Sacó una pistola de sus botas, no se amilanó, ni se entregó. Una panza corría delante de Huevo, quien pisó mierda de perro y resbaló. Alguien disparó y la presa respondió el fuego con fuego.- ¡Vengan, caníbales!- los invitó con el pasaporte 22 en la mano, mientras pasaba a la vereda de la sombra. La sangre en la sien, el corazón en el cuello, el pecho que no alcanza a tomar aire. El opaco color de la siesta se iluminaba con chispas rojas, y algunos iban a dormir con él. Sentía su propio olor, acre, humeante, inhumano, como el que deja un rayo al golpear la tierra, y como un deseo casi intolerable de matar y huir, de hacer frente y volver a golpear y huir nuevamente, que le inundaba el cerebro y lo dejaba a merced de oscuras corrientes que fluían insensatas por su cuerpo. – ¡No disparen!-, ordenaba el Tigre, con sus ojos llenos de ira e impotencia. Se oyó un estampido y el sargento consiguió una medalla. El plomo lo acompañaría siempre y desde entonces le dirían El Cojo.Otro estampido, y la soberbia encegueció a los impacientes y soberbios. Una tartamuda detuvo la carrera. Esteban sonreía, mientras su cabeza rebotaba sobre el adoquín frío, duro, indiferente. Se sentía transportado y repelido, se agazapaba y se zambullía y se ocultaba y volvía a cargar sin un momento de reflexión, nadando en esa poderosa corriente de miedo y de odio. Marzo resultó ser demasiado violento y no tenía fuerzas para persignarse, como lo hacía en su infancia antes de irse a dormir.- ¡No lo rematen!- gritó el Tigre, mientras veía su propio fracaso. Se acercaron y vieron partir a Esteban rumbo a una muerte clandestina. El los miró y, con una breve sonrisa, les escupió: – Y ahora, ¿qué pasa?
El grupo llegó deprimido. Al que llamaban el Tigre estaba rayado y, de un portazo, se encerró en su oficina. – ¿Cómo fue todo, marino?- pregunto el hombre cejudo en uno de los pasillos.- Nos desafió con su arma y tuvimos que defendernos- contestó el muchacho rubio al que llamaban Ángel.- ¡El Tigre se comió a Esteban! Es una bestia inútil- dijo Cero con desdén.Ángel se encargó de tirar el cuerpo, partido por la ráfaga de la ametralladora, en uno de los pasillos. Un grupo de detenidos pasaba por el lugar pero solo Martín reconoció al herido, aunque no dijo nada para no desanimar aún más al resto. Los marinos dejaron que se desangrara durante dos horas, luego lo llevaron junto al río, donde prendieron una fogata para hacerlo desaparecer definitivamente.Mientras lo arrastraban llegó un segundo grupo, que traía una máquina de escribir, una lámpara con el cristal rajado y varias cajas con papeles. Encargaron a una de las prisioneras del centro de documentación para que lo catalogara y archivara. Había material impreso y manuscrito. Lo primero que leyó fue la historia de Juan, un gaucho cansado de ser perseguido, que se aleja de su país montado en un caballo caminando por el lecho del río, en una de las bajantes más asombrosas que se recuerde en el mar dulce.A lo lejos, a orillas de la ribera marrón, se veía el fuego rojo, mientras Esteban se iba por el río. En el horizonte el sol también se ocultaba, quemando el cielo. Una bandada de aves se alejaba, como llevando mensajes a todos los rincones, y la primera estrella del crepúsculo titilaba en el silencio.