Por Rocco Carbone
Roque Dalton, El intelectual y la sociedad
(…) no hablamos por cierto para un continente abstracto, hijo de alguna de esas cartografías culturales tan adentradas en el espíritu europeo; lo hacemos para una América Latina preñada de revolución hasta los huesos. Todo, pues, aquí, tiene otro sentido. Incluidas nuestras limitaciones.
Chomski, en TheResponsibility of Intellectuals, dice que la responsabilidad de la intelligentsia, una minoría privilegiada, estriba en mostrar “los engaños de los gobiernos y analizar los actos en función de sus causas, de sus motivos y de sus intenciones ocultas”, ya que a los intelectuales se les proporciona “el tiempo, los medios y la formación que permiten ver la verdad encubierta tras el velo de deformación y desfiguración, de ideología y de interés de clase, a través del cual se nos presenta la historia contemporánea”.
Bajo estos elementos me gustaría reflexionar acerca del intelectual y la sociedad moderna. Pues bien, cuando decimos intelectual nos referimos a un conjunto social que –tal como decía Karl Kautsky– “se gana la vida valorizando sus conocimientos y sus capacidades particulares” (Kautsky 1894-1895). La categoría “intelectual” indica por lo menos tres cosas: a un actor/sujeto de la vida pública, una categoría social y una categoría de análisis. Los intelectuales en tanto conjunto social se asienta con el surgimiento de lo que llamamos sintéticamente sociedad moderna. Esa sociedad que se expresa por una serie de fenómenos, como la aparición del Estado nacional, el advenimiento del capitalismo y del industrialismo, el crecimiento de la vida urbana, el individualismo y las grandes masas en la escena política. Entones, la figura del intelectual se refuerza con el surgimiento del capitalismo. Esto es: con las demandas propias de la organización capitalista del trabajo industrial y del desarrollo paralelo de la administración estatal. En cuanto al Estado (nacional) moderno, podemos decir que se configuró también gracias a la alianza con diferentes tipos de intelectuales que ofrecieron distintos tipos de saberes: técnicos, administrativos, sociológicos, antropológicos, estadísticos, literarios, geográficos, lingüísticos, etc.
En cuanto a la intelligentsia: eso que Lenin, allá por los años 20 llamaba, la sociedad intelectual. Es el nombre con el cual se nombra al conjunto social de los intelectuales y las intelectuales. O sea: lxs profesionales de la producción simbólica: los cuerpos especializados en la producción simbólica (Bourdieu 2003). Son sujetos cuya acción opera en el campo de la cultura, de la ciencia, del arte, de la literatura. Y para ampliar un poco lo que decía Bourdieu, podemos decir que se ocupan de la producción, de la distribución y de la inculcación de los bienes simbólicos. Para ir un poco más atrás en el tiempo, Sartre en ¿Qué es la literatura? (1948)–si bien no habla explícitamente del intelectual sino del escritor–, reflexiona sobre el papel de los intelectuales en tanto grupo ético.
De esto desciende que intelectuales son los hombres y las mujeres de ideas que hacen público su pensamiento. Su pensamiento entonces se vuelve una acción pública/social.
En términos generales, se puede decir que los intelectuales son una subjetividad que produce las ideas y las ideologías (forma del discurso social moderno). Son esos sujetos que amasan las definiciones sobre los grupos y acuñan las categorías sociales para reflexionar sobre esos mismos grupos. En este sentido, operan como críticos sociales. Son los productores de teorías y doctrinas sociales. En este sentido, Mannheim, en Ideología y utopía (1987), reflexionaba alrededor de los intelectuales en tanto grupo social abierto con una función especial. Y esa función era la de brindar a tal o cual sociedad una interpretación (autorizada) del mundo. Cuando digo mundo me refiero tanto al mundo natural como al mundo social.
Pues bien, mientras en la Edad Media la actividad intelectual era incumbencia de una clase más o menos definida, la de los clérigos, atados a una institución en particular como la Iglesia, en la sociedad capitalista moderna la actividad intelectual corre por cuenta de una capa social. Y esta capa o estrato social –que como tal es relativamente abierto– está unido por una suerte de tejido común, que es lo que llamamos en términos generales “cultura”. Mannheim al respecto dice que “La participación en una común herencia docente tiende progresivamente a suprimir las diferencias de nacimiento, de profesión y de riqueza y a unir a las personas educadas por medio de la educación que recibieron” (1987: 137). Entonces, en la sociedad capitalista moderna, los intelectuales no están ligados a una clase en particular, sino que provienen más bien de posiciones sociales distintas. Esto obviamente no quiere decir que están al margen de los antagonismos de clase. De hecho, los intelectuales pueden encontrarse en cualquier bando: tanto en el campo popular como en las fuerzas políticas conservadoras. O sea, que el intelectual nunca es ajeno a las pasiones y a las borrascas que agitan la vida de los pueblos. Hay intelectuales que son creadores de conciencia para la transformación social. Y están los que son justificadores ideológicos del orden establecido. Ahí los tenemos a Rozitchner padre y –¡ay!– a Rozitchner hijo, si es que queremos pensar en un contrapunto argentino.
O, si queremos, la legitimidad. Deriva del “capital simbólico” (para decirlo con Bourdieu), que es lo mismo que decir prestigio, autoridad, reconocimiento social. En general procede del trabajo especializado y de la reputación/impacto que ese trabajo tiene en el campo social. Me refiero al trabajo como escritor (novelista, ensayista, poeta), filósofo, artista, médico, o científico en términos generales. Esa autoridad proviene también de los pergaminos universitarios. La cuestión de los pergaminos, diplomas, etc., aparece en primer plano con el caso Dreyfus, en la Francia del 1898, que es un momento clave para la historia de los intelectuales. Entonces, la autoridad y la legitimidad provienen del estudio de la ciencia y de la creación artística atada a una sede del saber: que es la Universidad. De todos modos, no quiero insinuar ni que todo intelectual es universitario ni, al revés, que todo universitario es un intelectual. Ahí desde ya que no hay una ecuación. De hecho, la Universidad no contiene todas las acciones posibles de la vida intelectual.
Desborde. En un momento dado, ese pensamiento de especialista puede desbordarse de las prácticas, de los límites disciplinarios, y de las instituciones que lo ordenan y lo contienen, y puede rozar el espacio social. Cuando eso sucede y el pensamiento especializado empieza a pronunciarse sobre cuestiones colectivas, de índole común, como la memoria, la verdad, la justicia, la razón, los derechos humanos, la guerra, las derechas, las mafias, entonces estamos frente a la emergencia de un pensamiento intelectual. Ese pensamiento toma cuerpo en el debate cívico y se ejerce en el espacio social –hablando en los medios, enseñando, escribiendo. Esa acción puede asumir una posición intermedia entre la política, el sistema político, que encarna la “razón de Estado” y el pueblo. O, en términos más generales, puede situarse entre el Palacio y la Plaza, asumiendo una posición intermedia. De manera más deseable, el intelectual puede declinar esa situación (cómoda) de intermediaridad y puede declinar especialmente la distancia de las agitaciones de la sociedad que lo contiene. Esto nos conduce a otro tema interesantísimo que es la relación del intelectual con el Poder.
La relación entre intelectual y poder nos permite articular una taxonomía posible. Nombro la categoría de poder porque, según nos recuerda Petras, los “intelectuales son muy sensibles a los cambios en el poder” (1990). En este sentido, tenemos intelectuales enfrentados al poder, cooptados por el poder (es decir, seducidos) y los que denuncian el poder. Pues bien, si el enfrentamiento presupone la denuncia, a la que se suma una acción, el denuncialismo queda en eso. Y para evitar una teoresis innecesaria, un intelectual enfrentado al poder es Walsh frente a la Junta o Gramsci frente a Mussolini. Como nos recuerda el maestro González, Gramsci era casi un preso personal de Mussolini. El intelectual enfrentado al poder da testimonio de las miserias de ese poder, funciona como un contradictor del poder y como un perturbador del statu quo. Provoca ese poder para que sus entramados lógicos resulten más nítidos a la vista de su pueblo. Y en términos generales, un intelectual enfrentado al poder debería ser capaz de demostrar las incongruencias entre los valores proclamados por los gobernantes y sus políticas reales, empíricas, materiales: entre la “revolución de la alegría” y la gente que desde hace casi dos años duerme por las calles de este país sin tener un techo y con apenas una manta encima por la noche.
El intelectual denuncialista debería ser escéptico y capaz de plantear públicamente cuestiones incómodas para los gobernantes y no dejarse seducir por el poder. No debería dejarse domesticar por las instituciones para mantener esa distancia que permite activar su pensamiento crítico.
Es una figura clave para los intelectuales. Podemos pensarlo bajo la figura del “extranjero” de Simmel. El extranjero es quién llega hoy pero que mañana no se va; que si bien ha llegado, (aún) no se ha asentado. Ese extranjero es una figura que encarna proximidad y distancia respecto de las cosas pero también dentro de la sociedad en la que se ha establecido: “la distancia, dentro de la relación significa que el próximo está lejano, pero el extranjero significa que el lejano está próximo” (Simmel 2002: 211). Y todo esto debería hacerlo tanto frente a un poder conservador, que es negador de la vida del campo popular–o sea: de las grandes mayorías, de los más débiles, de los menos representados, de los olvidados o de los ignorados– como frente a un poder emancipador, más caro a uno mismo. O sea, tener en alerta permanente su pensamiento crítico. De ahí que el papel de un intelectual puede ser el de cuestionar su sociedad, tratar de prevenirla de tal o cual problema colectivo, e incluso, en los momentos más utópicos, tratar de adelantarse a ella (es el caso de Arlt con su novela, Los siete locos concretamente).
En la obra de Marx el término “intelectual” no aparece estrictamente. Él prefería hablar de “ideólogos” y la discusión sobre el papel de los intelectuales tiene una relevancia acotada a La ideología alemana (1845-1846), que escribió en colaboración con Engels, y a las Tesis sobre Feuerbach (texto más o menos de la misma época). Pues bien, si en la obra de Marx no abundan las reflexiones teóricas acerca de la intelligentsia, dentro del marco del materialismo, y del marxismo en tanto concepción histórica, quien le dedicó una buena parte de sus reflexiones al tema de los intelectuales fue Gramsci. Reflexiones que inscribió dentro de un análisis político e ideológico del capitalismo italiano (de la sociedad capitalista moderna) y de la historia de la sociedad italiana. De hecho, Gramsci se ocupó de los problemas de la política y de la ideología, esto es: de la cultura de las clases subalternas y de los intelectuales. En este sentido, son más que conocidas sus reflexiones sobre la questionemeridionale, que es una gran reflexión sobre la subalternidad del sur de Italia respecto del norte. Pues bien, en “Algunos temas de la cuestión meridional” (1926), Gramsci reflexiona sobre el tema de los intelectuales y nexa esta figura al problema de la revolución social. Para él la revolución social debía emerger de una alianza de clase entre el proletariado urbano y el campesinado del sur. El problema de la emancipación del campesinado meridional –según Gramsci–estaba ligado al latifundio y a la ideología de los latifundistas. Esa ideología explicada, contrabandeada, pegada a los cuerpos de los campesinos por parte de los intelectuales. De los intelectuales rurales (“tradicionales” en palabras de Gramsci): el cura, la maestra, el notario, el abogado, el médico. Intelectuales integrados al bloque agrario. Según Gramsci, los intelectuales “tradicionales” tenían la función de poner en contacto la masa campesina con al administración estatal o local.
Pues bien, mientras las grandes mayorías minorizadas italianas no formaran sus cuadros intelectuales, la hegemonía señorial-latifundista quedaría intacta: esta es una tesis fuerte de Gramsci. En su pensamiento, la ideología –y de ahí la importancia de los ideólogos– tenía un sentido y una función básica: de orientación social y sobre todo de transformación del orden. Ideologías e ideólogos servían para “organizar las masas humanas”, para articular el terreno de las luchas en el que se mueven los hombres (cita y paráfrasis de Gramsci, 1977: 204). La función de los intelectuales para Gramsci consistía en imprimir a su clase homogeneidad y conciencia en el terreno de la economía y también en el terreno político y social. Se trata de la figura del “intelectual orgánico” de una clase –en tanto “mente directora y organizadora”–, en tanto creador de una nueva cultura, de un nuevo derecho.
Ahora, algunas reflexiones sobre “La quistione política degliintellettuali”. Para Gramsci, la figura del intelectual moderno no se identifica sólo con el literato o el ideólogo, sino también con el empresario capitalista. O sea, con quién sabe organizar un nuevo modo de producir y de distribuir los recursos. Que inventa y unifica nuevas técnicas y nuevos saberes (desde el conocimiento de los materiales hasta las ‘artes’ de la venta) y que sabe producir “estilos de vida”. El empresario, según Gramsci, debe ser un “organizador de masas de hombres, debe ser un organizador de la ‘confianza’ de los ahorradores en su industria, de los compradores de sus mercancías, etc.” (1977: 307). El intelectual debe poseer una capacidad de organización de la sociedad en general. Los intelectuales, según Gramsci, constituyen aquella figura social que (ya que incorpora competencias y lleva a cabo funciones dirigentes) estructura y ordena las instituciones jurídicas y administrativas, las formas ético-políticas, el sistema educativo; brevemente: todos los aparatos de la reproducción.
Estas reflexiones se amplían en los Quaderni del carcere bajo forma de anotaciones, reflexiones, análisis más o menos breves. Esas notas publicarán en 1949 como Gliintellettuali e l’organizzazionedella cultura, que es una suerte de historia de los intelectuales italianos desde el Medioevo hasta el Fascismo, y de los intelectuales en relación con el Estado moderno, la sociedad civil y la hegemonía (definible como la dirección intelectual y moral de una clase sobre otras; su espacio es el de la “sociedad civil”, que está conformada por una red de instituciones consideradas ajenas al poder público, como por ejemplo, las escuelas, los sindicatos, la iglesia. En este sentido, los intelectuales son los “funcionarios” de la hegemonía).
¿Cuál es el papel de los intelectuales en el siglo XXI argentino y latinoamericano? En The Tempest de Shakespeare, hay una figura que fue considerada como el intelectual. Es Ariel: la criatura del aire, sin vínculos con la vida material y sin ataduras de clase, que para Ponce es un humanista, “mezcla de esclavo y mercenario”, que ha conseguido alejarse del “trabajo de las manos” (2009: 76). Pues bien, frente a la tradición intelectual arielista, en la Argentina y en América Latina del siglo XXI, deberíamos recuperar la tradición de Calibán. Un intelectual a lo Calibán –que también es un personaje shakesperiano–, que simboliza la concepción colonial del “otro”: primitivo, bárbaro y diversamente pigmentado. El repugnante “monstruo rojo”, dice Shakespeare. ¿Qué quiero decir con eso? Que deberíamos poder poner en diálogo y tensión a las figuras de Ariel y Calibán para forjar el intelectual y la intelectuala del siglo XXI latinoamericano. Un intelectual que entre al claustro para que salga permanentemente del claustro con el objetivo de intervenir en el mundo, porque además es imposible sustraerse al mundo. Ocho horas de biblioteca y ocho horas de Plaza. Ocho horas de biblioteca y ocho horas de canoa. Historia (para estar en contacto con el pasado) más presente: tiempo presente. Universal más temporal. Abstracción e idealismo más apasionado sentido del presente con todas las urgencias que el tiempo presente nos reclama. Esto puede ser fraseado también con la ecuación: trabajo de especialista más militancia (militamos para defender la vida como forma de la acción), para enfatizar la responsabilidad, el compromiso y el pensamiento dirigidos a las sociedades de las que somos contemporáneos. En definitiva, ese intelectual nuevo debería contrapuntear Universidad más situación, que es lo mismo que decir universalidad más pensamiento situado (ya que podemos pensar sólo en situación y dentro de una situación). O, para decirlo de otro modo, distancia y conexión: distancia de las élites –políticas o del discurso– y proximidad con el pueblo, con las personas comunes y corrientes. Y todo esto, en permanente antagonismo con las fuerzas conservadoras, para recrear un nuevo orden de las cosas. Un orden futuro y un orden –lo más rápido posible– presente que, a falta de una categoría mejor, podemos nombrar como socialismo. Una sociedad sin clases, sin una CEOcracia dirigente, una sociedad sustraída a la explotación capitalista y a la opresión de las grandes mayorías por parte de las derechas latinoamericanas, que si hacen algo es negar y atacar la vida del campo popular.
Pues bien, el macrismo encarnado en el Estado hasta ahora ha demostrado ser un adversario del campo intelectual. Funciona como una suerte de máquina de control. Hasta ahora esa máquina funciona como un aparato ajustador.
El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MINCyT) está operando como un órgano de recorte: 500 jóvenes investigadores están fuera del sistema del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas(CONICET). Recortes que tocaron también el sistema educativo nacional. Y habrá que ver si en un futuro próximo el macrismo no se defina como una suerte de agencia de vigilancia ideológica.
Gramsci nos decía que mientras las grandes mayorías minorizadas italianas no formaran sus cuadros intelectuales, la hegemonía señorial-latifundista quedaría intacta. ¿Qué podemos rescatar de esta enseñanza?
Las tareas que emprende el macrismo en la Argentina y las tareas que emprende la derecha en los distintos parajes de América Latina son extremadamente complejas. Por lo menos en la Argentina estamos frente a una democracia siempre menos democrática. Frente a una democracia siempre más limitada. Siempre menos probable. Siempre menos creíble. Por eso es necesario e imperioso –perdonen la prepotencia– un cuerpo de intelectuales que asuma una función estratégica. Un cuerpo que ponga a disposición de la comunidad su propio saber. ¿Con qué objetivo? Desnudar los entramados que los poderes fácticos, que los medios de comunicación convencidos, que los medios de comunicación a sueldo nos ponen delante de la cara todos los días. Un cuerpo de intelectuales que no desdeñe la militancia. Un cuerpo que a través de la enseñanza, la oración, la escritura, la intervención pública logre articular una capacidad perceptiva y una imaginería contrarias a los relatos de poderes que temen y atacan la vida del campo popular. Un cuerpo de intelectuales que logre dotar a las grandes mayorías latinoamericanas de modelos, de criterios de estimación y de símbolos a oponer a los relatos de los poderes fácticos que en la Argentina se encarnan en Macri, en Brasil en Temer, en Paraguay en Cartes, en Venezuela en la derecha proimperialista, etc. Un cuerpo de intelectuales dispuesto a trabajar para articular esquemas de sensibilidad. Ahí yo veo una de las competencias centrales de los intelectuales y las intelectualas. Y cuando digo “esquemas de sensibilidad” me refiero a la función de dar forma a valores emancipatorios y a potencialidades alternativas que ya están en la vida social de las grandes mayorías. Me refiero a un trabajo que tenga el objetivo de cruzar el sistema central de valores encarnado en los discursos mediáticos y en las políticas excluyentes que padecemos todos los días. Entonces, qué nos enseña una filosofía de la praxis: que si el Soviet ganó en la Rusia de 1917 –pues estamos a 100 años de la Revolución bolchevique–, que si ganamos en 1959 en La Habana, si los progresismos en la Argentina ganaron en 2003, en 2007, en 2011, quiere decir que los valores emancipatorios y las potencialidades alternativas están sin duda en la vida colectiva, en la vida social de las grandes mayorías. Como intelectuales lo que creo debemos hacer es darle forma, subrayarlos, enfatizarlos a esos valores emancipatorios y a esas potencialidades alternativas. Pues las fuerzas políticas que los encarnan, están. Y si no estuvieran, también podríamos recrearlas.