Por Fabián Domínguez
La pandemia me dejo alguna ganancia, de la que no hablaré aquí, pero también me dejó la pérdida de un amigo como Jorge Rivelli. Me dicen que el escritor que vive en estado de poesía, violó la cuarentena, escupió en la cara al Covid 19, salió del hospital, se subió a su bicicleta y se fue pedaleando por una calle que termina en bar. No se escapó. La Huesuda lo buscó el domingo 14 de junio, un día después del día del escritor, y se lo llevo para charlar con “Luz y Fer” [1]. Ahora sé, con tristeza, que si el teléfono de casa suena a la medianoche no será él.
Lo conocí hace dos décadas, cuando él vivía en Del Viso y, junto a Alejandra Mendé, pedaleaban por el pueblo y golpeaban casa por casa para ofrecer las dos revistas que editaban: La Juntaluz, sobre cultura local, y Omero poesía, sobre los poetas de aquí, allá y todas partes. Delgado, calvo, con una barba candado, unos anteojos a lo Ginsberg y un aire flower power, lo perfilaban como un hippie viejo. Por la calle Lisandro de la Torre llegaba a casa. La primera vez que me invitó a un encuentro artístico fue cuando estrenó un texto en un bar al lado de unas canchas de tenis, frente al Argentino Golf Club. Sufríamos el menemismo y a él le causaba gracia la mezcla de country, tenis, mimos a lo Marceau, recitado de poemas rabiosos y vino tinto, que era la parodia delviseña del pizza con champagne que el sirio-riojano impuso.
– Además de escribir, ¿de qué trabajas? – fue mi pregunta idiota, pequeñoburguesa de tipo que no entendió nada.
– El capitalismo siempre te reclama un trabajo como para justificar tu presencia en el sistema – se mató de risa, mientras tomaba gozoso el borde de una copa. Tiempo después fue el anfitrión en Don Juan, la casa familiar de ruta 26, donde escuchamos leer a Humberto Rivas su obra de teatro sobre Nijinsky. Fue una borrachera de literatura compartida con Julio Azzimonti y Carlos Liendro, entre otros.
Rivelli nació en 1954, en Vicente López, y durante cuatro décadas se dedicó a vivir, casarse, tener hijos, hasta que descubrió la poesía. Militó en el PC algún tiempo y no enloqueció ni con Carlos Marx, ni con Vladimir Illich Ulianov (Lenin), sino con Maiakovsky y los poetas soviéticos. Leyó, leyó y leyó, y se largó a escribir. Nunca pasó por Puán. Su poesía estaba entre Jorge Luis Borges y los bomberos voluntarios de la Boca, entre Mozart y Pity Alvarez, entre Picasso y el pintor de paredes de Villa del Carmen.
La infame década menemista lo provocó y sus textos con ritmo de videoclip brotaron en poemarios como Tiempo para matar, Movimiento en fuga y Trompe l´oeil. En 1997 publico Hebra mojada, escrito a dos manos con Alejandra Mendé, y en 1999 creó la revista de poesía Omero, que dirigió una década.
En 2004 publicó Matambre, una serie de poemas más cerca al punk rock que de las oscuras golondrinas de Becker. Si se quiere entender el neoliberalismo peronista finisecular hay que leer este libro, que es un documento que refleja una época. Si no se vivió aquellos días oscuros, difícil recordar cada nombre que Rivelli desgrana.
La orgia continúa:
baja la lengua de cavallo entre las piernas de yoma
corach con kohan y asis en la corte suprema
para los banqueros un postre de lujo:
los últimos chicos muertos por la policía bonaerense
y a los punteros las duras carnes de los jubilados
sugus o satán
vuelve a masticar al gran pueblo argentino (¿gran?)
Algunos nombres se repiten, y otros se vislumbran, en un realismo delirante y sucio.
Clikee dos veces en el ombligo de Macri y aparecerán las manos de perón.
Bestia mustia atascada en la autopista del sol
clonados y sin nombre, somos números de varias cifras:
celular, tarjeta de crédito, cuit, cuil.
Call moneyyy, ¡alííícuota! ¡alííícuota!
En qué idioma hablamos?
Sensación térmica, riesgo país, tolerancia cero,
-cheee, bajame los mails- , -abrime el attachment-,
¡search! ¡search!, ¿Qué carajo decimos?
Y lo profético anda rondando, porque la masacre de los azules sigue vigente, el neoliberalismo sigue con su daño colateral y la ciudad pandémica sola y sin ruido.
Mi Buenos Aires querido
cuando te vuelva a ver
no habrá más gente ni ruido.
El poeta Javier Aduriz considera la escritura de Rivelli un trabajo en el límite donde combina una energía lúdica a través del lenguaje, y una visión de las actuales relaciones obscenas entre individuo y poder. Entiende que sus escritos son gritos de guerra, y a la vez una balsa que navega contracorriente, que no le interesa morir mil veces a la vez que considera imperdonable vivir sin honor. A su vez, Aduris se sorprende que Rivelli declame la inutilidad del arte en los dos últimos versos de Matambre, advocando al maestro Marechal: el arte grita que es inútil / y un gran pedo apaga la luz.
Al año siguiente nuestro poeta gana el premio Fondo Nacional de las Artes por Las calles terminan en los bares. Queda patente que Bukowsky, Waits, Ferlinghetti, Ginsberg son sus primos lejanos, y acá Juan L. Ortiz su modelo, mientras reconoce a César Fernández Moreno como la voz de su generación.
Intenso, rítmico, rabioso, sarcástico, juguetón es el sello de la escritura de Rivelli. Poeta urbano, donde la agitación febril del asfalto está presente. Los cuadernos donde están escritos sus poemas son prolijos, con una letra clara, sin dejar dudas sobre lo que quería decir. Cuando recitaba era rotundo como un trueno y dejaba en silencio a los que escuchaban. Sus lecturas eran el goce de la belleza pero a la vez la arenga para disfrutarla desde cualquier ubicación, ya fuera el Malba o un Mc Donald, desde la calle de tierra de Alberdi o la vieja ruta 8. Si los oídos no estaban preparados para la provocación el lector distraído podía quedar fuera del juego político, histórico y social, porque esa poesía no se evadía de la realidad sino que iba hasta lo sublime y gangrenoso de lo cotidiano.
Un día pasaba frente a la estación Del Viso y vio que de un supermercado salía un flaco desgarbado, con un buzo holgado.
– ¡Flaco¡ Te quiero regalar esta revista de poesía – le dijo a Luis Alberto Spinetta, quien vivió una temporada en un barrio cercano, junto a su novia modelo. El Flaco lo saludo afectuoso, charlaron de poesía, y cada uno le firmó un autógrafo al otro.
Cuando fue a la feria del libro de Junín un grupo de chicos compraron sus libros, y luego se enteró que a sus poesías le pusieron música de murga. En la feria del libro de Buenos Aires, a cargo de un stand, llegó a vender más de cien libros propios, convenciendo a los compradores dudosos.
– Este libro molestó a muchos políticos, y su autor murió de tristeza. ¿Recuerda la gran quema de libros en la plaza de Anillaco? – mentía, convencido, mientras la mujer se conmovía y sacaba la billetera de su cartera.
Cuando cerró la revista Omero, abrió el blog cainabella, y los días pares de la semana, a las 10 de la mañana, subía un poema y una escueta biografía del autor, sin repetir ninguno de los dos, superando mil poetas/mas. Pasado dos meses de su partida sus alumnos del taller de poesía y Alejandra Mendé decidieron sostener ese blog, prolongando la vida del poeta en su tarea de difusión y defensa de la poesía.
Rivelli, el hippie viejo que andaba en bicicleta, era una mezcla de comunista, trotsko, anarquista y kirchnerista que, como todo hombre bueno, solo quería que el pueblo viviera feliz. No era el Bukowsky criollo, ni Discépolo resucitado, sino el Rivelli que este tiempo reclamaba. Daniel Fara, quien fue su amigo y uno de los columnistas de Omero, sostiene que “su tarea como caricaturista del sollozo consiste, esencialmente, en volver perdurable lo efímero. Nadie recordará a tantos pequeños políticos, ínfimas larvas televisivas, subatómicas partículas de la farándula intelectual. Nadie los recordará, salvo como ingrediente del matambre”.
Curiosamente a Jorge lo ignoraron siempre los grandes espacios de difusión artística, y esperaron a que muriera para reconocer su obra. La Nación, Perfil, El Cronista le dedicaron loas, pero nunca le comentaron un libro en vida. El responsable de la página de poesía de Ñ era una persona de su íntima confianza, pero ni siquiera mencionó alguno de sus títulos, lo cual lo salvó de estar entre los ingredientes del matambre culturoso del establishment.
Mis amigos, que no leen poesía ni conocían a Rivelli, recuerdan siempre el día que me acompañó a presentar un libro sobre Rodolfo Walsh, en Del Viso. En esa mesa también estaban Julio Azzimonti y Hugo Alba. Antes de la presentación Jorge, que sabía que las calles terminan en bares, visitó a viejos amigos. Un rato antes de la presentación lo vieron entrar al bar frente a la estación, pedir un vino, leer un poema en voz alta, recitar un segundo texto parado en la silla, y después el tercero, arriba de la mesa y a viva voz, con el aplauso de los parroquianos y el vino derramándose entre los labios. Así, bien regado, en una mezcla de adrenalina y alcohol, fue a la presentación. Dejo a la imaginación del lector el resultado final.
Descubrió un modelo de birome Pelikán que le resultaba cómodo por su trazado, su tamaño y estética. En su libreta y con esa birome escribió Platos de agua/copas de fuego en 2012 y luego vendrán Baila baco baila (2013), Manhattan Gandhi (2014), Barfly (2016), Venus viagra & violetas (2017). En marzo del año pasado lo visité en su casa, y tenía sobre la mesa un poemario de largo aliento donde visita el infierno y a Dante: Madrigal del diablo. Un giro en su obra poética, con el uso de puntos como alambres de púa, con la referencia permanente a la Divina Comedia, dejando de lado los versos cortantes para explayarse más, pero sin dejar el filo de su lengua lúdica y luciferina. Es más, creo que ni siquiera su lengua era peligrosa, sino que se había transformado en una mosca en la lengua cotidiana. Intercambiamos libros, autógrafos y me regaló la Pelikán que estaba usando.
Hay una decena de libros desde donde nos habla y seguro que vendrán otros. Entre ellos: La metáfora o una ficción en la ciudad de los pájaros, escrita a dos manos con Alejandra Mendé, en homenaje al pueblo de Del Viso.
Los biógrafos gustan describir ese momento último donde se escuchan las palabras póstumas del héroe. Jorge se reiría en tono burlón al recordar el mito de la batalla que cerró con un muero contento, hemos batido al enemigo; o al creador de la azuliblanca diciendo hay Patria mía. Seguro le parecería más lógica la versión de Walsh recordando al soldado que moría en la vereda de su casa, en la madrugada de 1956, gritando no me dejen solo, hijos de puta. Jorge cerró su último libro con la descripción de ese momento que está a punto de dar el gran paso: en el fin de la noche el grito de los dioses/ me da la voz para cantarle a mis muertos.
¡Salud compañero¡ Te fuiste, te extrañamos y eso marca cuanto te metiste en nuestros corazones. ¿Quién escribirá ahora nuestros epitafios?
[1] Juego de palabras muy típico de Jorge Rivelli. “Luz y Fer” equivale fonéticamente a “Lucifer” (N. del E.).