Literatura argentina y corrección política. Por Facundo Nieto.

En un artículo publicado el año pasado en Página/12, Silvina Friera comentaba que, en un condado del estado de Virginia, las autoridades educativas habían decidido eliminar la novela Matar a un ruiseñor, de Harper Lee, del listado de lecturas propuestas en los planes de estudio, con el argumento de que, aun tratándose de una novela manifiestamente antirracista, el discriminatorio término nigger se repetía de manera excesiva. En la misma línea, Pablo Gianera señalaba, a comienzos de este año, en un artículo de La Nación, que en el Maggio Musicale de Florencia se había modificado el final de la ópera Carmen: la protagonista ya no era asesinada por Don José, sino que Carmen pasaba a ser la asesina; la explicación, según el responsable de la puesta, consistía en que “en nuestra época, marcada por el flagelo de la violencia contra las mujeres, es inconcebible aplaudir el asesinato de una de ellas”. Coincidentemente, los artículos mencionados se titulan “Los problemas de la corrección política” (Friera, 2017) y “La corrección política pone en jaque al arte” (Gianera, 2018). Algo del orden de la corrección antes que de la reescritura (es cierto: toda reescritura es corrección, aunque no necesariamente corrección política) evoca la lectura de Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara (2017). Se sabe que el Martín Fierro (la gauchesca, en general) tiene rasgos misóginos (“mujer y perra parida,/ no se me acerca ninguna”), homofóbicos (“Solo son güenos/ pa vivir entre maricas”) y etnófobos (“esos indios vagabundos,/ con repunancia me acuerdo”). Sin embargo,las reescrituras del texto que se han producido durante el siglo XX y XXI no se han preocupado mayormente por corregir tales rasgos. Lejos de cualquier intento de corrección política, en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” (1944), un orillero encontraba su identidad en la imagen de otro orillero, y en “El fin” (1953), el protagonista moría bajo su propia ley, la del chuchillero. Otras reescrituras optaron por detenerse en la materialidad del poema: en “Los dos sabios”, Lamborghini (1989 [1975]) reescribe el duelo entre Fierro y el moreno y, a la inversa de Borges, propone una payada que “se niega a llegar al final” (Schvartzman: 246). El Martín Fierro ordenado alfabéticamente, de Pablo Katchadjian (2004), opta por detener los sentidos de la tradición y generar ilegibilidad poniendo en primer plano la materialidad del significante (Coccaro, 2015). Por su parte, la propuesta de El guacho Martín Fierro, de Oscar Fariña (2011), a través del trabajo con el universo y la lengua de los sectores populares urbanos, bordea cuidadosamente la estigmatización y la construcción de estereotipos sociales (Ramallo, 2015). Quizás “El amor”, de Martín Kohan (2015 [2011]), cuento protagonizado por Fierro y Cruz, “que cimenta con semen la más famosa de las amistades argentinas y que incluye declaraciones de profundo sentimiento, en octosílabos rimados” (Gamerro, 2015: 82)”, pueda leerse como la recuperación de una hipótesis insinuada por Martínez Estrada que desafía pornográficamente el mito de la amistad viril.
En Las aventuras de la China Iron, la mujer de Fierro –la China– asume la palabra para contar su versión de la historia. Luego de que Fierro es llevado a la frontera, la protagonista, libre de ataduras, vive su primera liberación; entonces abandona a sus hijos (no sin antes aclarar que apenas contaba con catorce años y que los había dejado al cuidado de un matrimonio de “viejos buenos”) y se une a Elizabeth –esposa de Oscar, el inglés de “Inca-la-perra”– en la travesía que la inglesa emprende hacia la frontera a fin de rescatar a su esposo y hacerse cargo de la administración de una estancia. Más tarde, un segundo viaje conduce a ambas mujeres desde la frontera hacia tierra de indios (una “segunda liberación” para la China), donde Elizabeth reencuentra a Oscar, y la China a Fierro y sus hijos, y ambas se integran a la vida de la comunidad aborigen. Como se puede advertir, dentro de un siglo, un investigador que se proponga analizar esta novela desde una perspectiva williamsiana sin dudas encontrará que el texto logró capturar, en la segunda década del siglo XXI, una estructura del sentir articulada en torno a feminismo, diversidad sexual y defensa de las culturas originarias.
Comencemos por el final. Si en la obra de Hernández los indios “son salvajes por completo” y “más fieras que satanás”, en Las aventuras… tienen “cuerpos hermosos” y viven en un locus amoenus en el que la tierra prodiga “sus frutos sin pedir más trabajo que extender las manos hacia los árboles o bolear a uno de los muchos bichos que andaban dando vueltas por el suelo o flechar a los peces y pájaros” (p. 150). En la sociedad aborigen de Las aventuras… no existen límites de ningún tipo que coarten derecho alguno: se desconocen las fronteras sociales (“no encontrábamos un toldo más importante que otro”, p. 151), geográficas (“no había centro”, p. 155), genéricas (“en mi nación las mujeres tenemos el mismo poder que los hombres […]. Podemos tener tanto jefes como jefas o almas dobles mandando”, p. 181), familiares (“las familias nuestras son grandes, se arman no sólo de sangre”, p. 165), de propiedad (“puedo dormir y amanecer en cualquier otra [casa], donde me sorprenda el cansancio, donde me rinda el sueño por la noche”, p. 179) y políticas (“la nación selk’nam cambiaba de jefes constantemente sin mayores conflictos”, p. 152). En contraste con el fortín que en la frontera diseña el estanciero Hernández (personaje de la novela de Cabezón Cámara), consistente en una proto-nación argentina en la que se funden capitalismo, heteropatriarcado, catolicismo, disciplinamiento y normalismo educativo, el mundo aborigen es un edén nómade ubicado en el Paraná.
En esta propuesta, la corrección de la gauchesca asume también una preocupación ecológica. Si, durante la época de la vida de la China junto a Fierro “una vaca entera matábamos para comer lo que fuera necesario y el resto, a los caranchos. Fierro […] no tomaba en cuenta la altísima producción de cadáveres que teníamos” (p. 52), a lo largo de su travesía con Elizabeth, la protagonista aprende a cuidar el medioambiente: “Matamos pocas [vacas]. Son animales grandes y una vez carneadas las conservábamos haciendo un charqui” (p. 51). A partir de entonces, explica con insistencia vegana: “Nosotros somos un pueblo de carretas muy pequeñas […]: no queremos aplastar lo que pisamos” (p. 171); “matamos sólo lo que comemos” (p. 172); se ven obligados a “voltear los árboles que tuvimos que tirar con pena, con agradecimiento por sus vidas, las vidas que tomamos para hacer balsas” (p. 174).
Párrafo aparte merece el tratamiento de la sexualidad. La relación lésbica entre la China y Elizabeth va creciendo con cuidadosa lentitud. En un principio, logran conformar una familia (“Nos llevó pocos días de carreta, polvo y cuentos ser familia. Enredados en los lazos del amor que nos nacía”, p. 34); sólo más tarde, llega el primer beso (“goodboy me dijo ella, acercó mi cara a la suya con las manos y me besó en la boca. Me sorprendió, no entendí, no sabía que se podía”, p. 39); por lo pronto, el contacto físico no pasa más allá del deseo en suspenso (“Liz apagó las velas, me sacó la ropa del Gringo, me desnudó, me pasó una esponja mojada, me secó, me puso una enagüita y me abrazó y se durmió, como si no hubiera notado mi piel toda erizada ni olido las ganas que goteaba”, p. 49); el enamoramiento avanza con la misma lentitud que el viaje (“Y el cuerpo de Liz me tenía como un sol a un girasol […]. Ella era mi polo y yo la aguja imantada de la brújula”, p. 54), y un segundo beso irrumpe antes de llegar al fortín (“Cuando se cansó de hablar me besó suave, apenas, yo me atreví y le pasé lenta la lengua por los labios”, p. 80). De modo que no quedan dudas de que, cuando finalmente se produce el primer encuentro sexual entre las protagonistas (“apoyó el hueco de su concha en la punta de la mía y empezó a moverse adelante y atrás, a resbalar sobre mis resbaladizas, sobre mis viscosas carnes íntimas, sobre mi concha que latía, echaba burbujas como agua hirviendo”, p. 96), la unión llega como resultado de la consumación de un amor y de la lenta construcción de la subjetividad femenina.
Tal subjetividad aparece cifrada principalmente en el nombre: si al comienzo se llama como la bautizó Fierro –la China, un hiperónimo–, adopta luego un nombre propio otorgado por Elizabeth –Josephine Star Iron– para terminar llamándose Tararira, como corresponde a las reglas de nominación de la comunidad originaria en la que se incorpora hacia el final de la historia. Además del nombre, la subjetividad es modelizada fundamentalmente por los objetos que le otorga la mujer que se convierte en su amante:
Liz […] me envolvió con una tela blanca, me peinó, me puso una enagüita y un vestido y al final apareció con un espejo y ahí me vi. […] Me vi y parecía ella, una señora, little lady, dijo Liz, y yo empecé a portarme como una […] ese día me hice lady para siempre, aun galopando en pelo como un indio y degollando una vaca a facón puro (p. 22).
Resulta interesante detenerse en los elementos que acompañan el proceso de construcción de la subjetividad “lady”: además de “cama y sábanas y tazas y tetera y cubiertos y enaguas y tantas cosas que yo no conocía” (p. 16-7), en su aprendizaje la China se ve rodeada de “shoes”, “leather”, “silk”, “pullovers” y “wool”. Es cierto que todo ese conjunto se combina con elementos de masculinización, hasta llegar incluso al travestismo (“me saqué el vestidito, las enaguas y me puse las bombachas y camisas del inglés, me puse su pañuelo atado al cuello, le pedí a Liz que agarrara las tijeras y me dejara el pelo al ras, cayó la trenza al suelo y fui un muchacho joven”, p. 39), pero el disfraz parece menos una deconstrucción de límites genéricos que una cita del tópico de la mujer vestida de varón en busca de justicia en el drama de honor del Siglo de Oro (González González, 1995):
Sentada como Joseph Scott, al lado del estanciero, […] decidí que no me iría con las manos vacías del fortín: haría justicia. Y saberlo cerca, estar en la huella de Fierro, […] escuchar su nombre me había fortalecido en la decisión de seguir vestida de varón (p. 120).
En la novela, el heteropatriarcado está representado (además de Hernández, propietario rural que obliga a los gauchos a trabajar para su propio beneficio) por Fierro, al menos al comienzo. Es él quien ha cosificado a la protagonistaa través de su nominación (“así me llamaba él […] cuando quería la comida o las bombachas o que le cebara un mate o lo que fuera”, p. 22), a través del amancebamiento con su china a quien ganó “en un truco con caña en la tapera que llamaban pulpería” (p. 13) ya través del uso del cuerpo (“abrite, me decía de vez en cuando, se sacudía adentro mío unos instantes y se iba”, p. 77). Antes, Fierro ya se había ocupado de matar a Raúl, el hombre de quien verdaderamente estaba enamorada la China antes de conocer al padre de sus hijos.
No obstante, el accionar de Fierro termina siendo“comprensible”, y quizás este sea uno de los escasos elementos políticamente incorrectos de la novela. El comportamiento del gaucho se debía a que, en verdad, era un homosexual dentro del clóset: “Fui yo el que mató a Raúl/ […] Él me dejó a mí por vos/ […] Igual que me lo robaste,/ Yo te robé de su lao/ Vos pensaste que eran celos/ Pero siempre tuve miedo/ De que cuente el entrevero/ Del tiempo que jue mi amao” (p. 159). Por otra parte, la orientación sexual de Fierro se vuelve evidente cuando, al final de su largo viaje, la China lo reencuentra al advertir a uno que se movía delicadamente, haciendo bailar sus trenzas largas y una túnica de plumas tan rosas como las mías y con un lazo en la cintura […]. Parecía una china disfrazada de flamenco, se le notaba algo macho en una sombra de barba y nada más. Se me acercó y supe que era cierto lo que decía Hernández: era Fierro, y más que de fierro parecía hecho de plumas (p. 157).
Al reencontrarse con su mujer, Fierro le cuenta su historia, especialmente su vida con Cruz, de quien se había enamorado. La unión es narrada apelando aquí a la tradición del vodevil televisivo de la homosexualidad masculina. Dice Fierro: “Supe su amarga saliva,/ Y supe más, me montó./ Ya nunca quise otra vida./ El cielo entero en mi culo./ […] No te voy a explicar yo/ La delicia de tenerlo/ Entero adentro de mí:/ Su poronga un paraíso/ Que me lo hizo ver a Dios/ Y agradecerle el favor./ Por haberme hecho nacer/ Para sentir el placer/ De ser amado endeveras/ Y de endeveras clavado” (p. 163).
Como sea, el reencuentro culmina con una familia ampliada y feliz: “allá entre los indios se me agrandó la familia con mis propios hijos, Juan y Martín, con Kauka y sus hijas, Nahuela y Kauka, que también son hijas mías hoy, y con los menos pensados, Fierro y Oscar. Las familias nuestras son grandes, se arman no sólo de sangre. Y esta es la mía” (p. 165). De este modo, la novela de Cabezón Cámara elige buscar sus materiales estéticos e ideológicos, no en las zonas marginales de los discursos sociales, sino en el canon (el Martín Fierro) y en la doxa ampliamente aceptada como correcta. Excepto en algunos aspectos del tratamiento de la figura de Fierro, que también podrían asociarse a la tradición del siglo de oro del homosexual como “recurso cómico vertebrador de la pieza breve” (Martínez, 2011: 28), la novela persigue con prolijidad el objetivo de satisfacer un horizonte de expectativas progresista.


Referencias

  • Borges, J. L. (1989). Obras completas I. Buenos Aires: Emecé
  • Cabezón Cámara, G. (2017). Las aventuras de la China Iron. Buenos Aires: RandomHouse
  • Coccaro, V. (2015) “Repetición en El Martín Fierro ordenado alfabéticamente de Pablo Katchadjian”, en Actas del IV Congreso Internacional Cuestiones Críticas. Rosario, 30 de septiembre, 1 y 2 de octubre. Disponible en http://www.celarg.org/int/arch_publi/coccarocc2015.pdf
  • Fariña, O. (2011). El guacho Martín Fierro. Buenos Aires: Factotum Ediciones
  • Friera, S. (2017). “Los problemas de la corrección política”, en Página/12, 25 de octubre. Disponible en https://www.pagina12.com.ar/71452-los-problemas-de-la-correccion-politica
  • Gamerro, C. (2015). Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina. Buenos Aires: Sudamericana
  • Gianera, P. (2018). “La corrección política pone en jaque al arte”, en La Nación, 11 de enero. Disponible en: https://www.lanacion.com.ar/2099541-la-correccion-politica-pone-en-jaque-al-arte
  • González González, L. (1995). “La mujer en el teatro del Siglo de Oro español”, en Teatro: revista de estudios teatrales, Nº 6-7, pp. 41-70
  • Katchadjian, P. (2007). El Martín Fierroordenado alfabéticamente. Buenos Aires: Imprenta Argentina de Poesía
  • Kohan, M. (2015). “El amor”, en Cuerpo a tierra. Buenos Aires: Eterna Cadencia, pp. 9-18
  • Lamborghini, L. (1996). “Los dos sabios”, en Las reescrituras. Buenos Aires: Ediciones del Dock, pp. 107-118
  • Martínez, R. (2011). “La heterodoxia del varón como recurso cómico en el Teatro Breve del Barroco”, en Anagnórisis, N° 3, pp. 9-37
  • Ramallo, C. (2015) “Ponerse a cantar. Modos de autorrepresentación del poeta cantor en El gaucho Martín Fierro y en El guacho Martín Fierro”, en Catedral tomada. Revista de crítica literaria latinoamericana, Vol 3, N° 4, pp. 89-110
  • Schvartzman, Julio (2003). “Las letras del Martín Fierro”, en N. Jitrik. (dir.) Historia crítica de la literatura argentina 2. La lucha de los lenguajes. Buenos Aires: Emecé, pp. 225-248