Los libros y el camino, por Antonio González

Toda mudanza es traumática, no hay vueltas. Guardar en cajas, todas las cosas que se necesitan para llevar adelante una vida, siempre jode. Uno intuye que detrás de cada nueva mudanza, hay un nuevo comienzo. O, por lo menos, un cierre de etapa. Uno intuye que con cada nueva mudanza, aflora algo incierto. La certeza y la incertidumbre son, muchas veces, las dos caras de la misma moneda.

Pero para los que tenemos el vicio de leer, la mudanza conlleva un desafío adicional: desarmar la biblioteca. Y desarmar la biblioteca, nos empuja a revisar lo acumulado. Dicho de otra forma: uno comienza a desarmar un camino de lecturas, a desarmar un camino como lector. Y todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué nos tomamos el laburo de buscar libros y atesorarlos? ¿Por qué nos tomamos de marcarlos o conservarlos puntillosamente? ¿Por qué y para qué leemos?

“Una de las mayores angustias humanas es la de ser caos, fragmentos, cuerpos divididos, de perder el sentimiento de continuidad, de unidades”, reflexiona la antropóloga francesa Michelle Petit, sobre el acto de leer.

Veo todas mis pertenencias en cajas y creo comprender lo que dice. Me pongo a revisar tapas repletas de polvo, lomos escurridizos, dedicatorias que preferiría olvidar. Sospecho que tiene razón.

“Uno de los factores por los cuales la lectura es reparadora es que facilita el sentimiento de continuidades, el relato. Una historia tiene un principio, un desarrollo y un fin; permite dar una unión a algo. Y, a veces, escuchando una historia, el caos del mundo interior se apacigua y por el orden secreto que emana de la obra, el interior podría ponerse también en orden. El mismo objeto libro ­hojas pegadas reunidas­ da la imagen de un mundo reunido” (1).

Observo, nuevamente mi desarmada biblioteca. Kilos y kilos de papel, en tensa calma. Kilos y kilos de papel, en frágil equilibrio. Fragmentos aislados, que dicen tanto de mí, como lo que yo digo sobre mí. Y pienso: la lectura no siempre es reparadora, pero ayuda. La lectura nos ordena, nos motiva, nos interpela.
En suma: la lectura nos ayuda a edificarnos, a re-significarnos a cada nuevo paso que damos.

Quien quiera caminos sencillos, que lea sobrecitos de café. Quien quiera vivir con intensidad, ya sospechará donde se encuentra (parte de) la respuesta.


Cierta vez, un lector de la columna del diario, le preguntó a Roberto Arlt que libros se debían consultar, para tener un concepto claro de la existencia. La respuesta se cristalizó en su aguafuerte llamada “La inutilidad de los libros”. Allí, el periodista y escritor concluye:

“Si usted quiere formarse ‘un concepto claro’ de la existencia, viva. Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted. Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra terminal: ‘Pero sí esto lo había pensado yo, ya’. Y ningún libro podrá enseñarle nada”. (2)

Vale decir: el texto parte de una falsa dicotomía, una provocación. Pareciera que solo existen dos alternativas: leer o vivir. Pareciera, entonces, que cuando se lee, no se vive; y que cuando se vive, no se lee. Vale decir: leer es una de las tantas formas posibles en los que la existencia se manifiesta. Hasta donde yo sé, un muerto no puede leer, porque los muertos, muertos están.

Pero lo que asoma en el texto de Arlt es que, en definitiva, uno lee por puro placer. Este ritual, es sostenido por el extraño regocijo que nos provoca la palabra escrita. Y si Arlt se pone quisquilloso en este punto, no porque esté en contra de la literatura; sino porque se mofa de los intelectualoides, de la aristocracia pedante que lee para presumir cultura. Se mofa de la burguesía bien pensante.

Mucho se ha reflexionado, también, sobre el Juguete Rabioso, su primer novela. Tanto Ricardo Piglia, como Beatriz Sarlo, han hecho hincapié en el robo a la biblioteca que cometen Silvio Astier y sus amigos. Los libros son objetos que poseen un precio en el mercado. Son objetos que, además, están insertos en una escala de valores, premiaciones y castigos. Hay libros que son importantes (vendibles) y otros que no.

Pero más importante que todo esto, es la metáfora de que la lectura es un robo. En definitiva: para asimilar cultura, uno no puede hacer otra cosa que robar. No en el sentido literal, por supuesto. Lo que sucede es que cuando uno lee, se apropia de lo leído. Lo mastica y digiere; lo procesa. Lo convierte en algo propio. Dicho otra forma: leer es apropiarse de eso que forma parte de todos.


Me toca ser nostálgico por un segundo y me toca también (por si fuera poco) pronunciar una frase anticuada, pero no por eso menos cierta. “Cuando era chico, habían menos cámaras de foto”. Esto, además, quiere decir que cada persona contaba con pocas fotos de sí misma. Cada fotografía se transformaba en una reliquia, un talismán, ya que resultaban ser bienes escasos. Lo cierto es que, de entre las fotos mías de cuando era chico, recuerdo dos en especial.

En la primera, estoy sentado en el patio de mi casa, absorto por una revista, en una tarde de verano. Yo estoy de pantalones cortos y camiseta de fútbol, pero no estoy haciendo deportes justamente. Al parecer, mi madre sacó la pocket para retratar un momento de entrecasa, un momento más. Vale decir: un momento de intimidad conmigo mismo. Estoy leyendo y no hay nadie alrededor. Estoy leyendo y estoy solo. Estoy leyendo y soy feliz.

La segunda foto, me la tomaron en lo que era la casa de mi tío Ireneo, en Morón. Nuevamente, estoy leyendo algo, pero esta vez en compañía de mi hermana, cada uno absorto en lo suyo. La foto se ubica en la ventana del living: yo estoy en el piso, despaturrado, con una revista. Mi hermana, correctamente sentada en el marco de la ventana, hace exactamente lo mismo. Leyendo, cada uno elige su camino. Leyendo, cada uno se concentra en lo que (piensa) vale la pena.

Reviso una entrevista a Michelle Petit que tengo guardada por ahí. En cierto momento, el periodista hace una observación: la lectura es una actividad solitaria, rodeada de un halo de misterio

– Claro. Me acuerdo que una vez un señor que viajaba conmigo en un avión, cuando se enteró de que yo trabajaba sobre la lectura me dijo que las mujeres que leen son egoístas (risas). Ese secreto, ese misterio de la persona que lee, también hace que uno se vuelva lector. La mayoría de la gente que es lectora siempre evoca escenas iniciáticas: la madre, la abuela o el padre que le cuenta historias al niño o que le lee en voz alta. Pero también hay otra escena, donde los padres o los abuelos no le leen al niño, pero ellos leen, y el niño los observa y está fascinado. ¿Dónde están? ¿Qué es lo que hay en ese libro? A veces uno se convierte en lector porque quiere encontrar el secreto o misterio que tiene el libro. Y cuando no es en la familia, puede ser a través de un mediador, si se trata de un docente o un bibliotecario que tiene una incidencia fuerte en el niño (3).

Y regreso, automáticamente, a la segunda foto. Recuerdo aquellos domingos por la tarde, repleto de diarios y revistas. Pienso en los mitos lectores que me sostuvieron de pequeño. Pienso, por sobre todas las cosas, en mi tío Ireneo.

Ireneo era, para mí, los libros y la calle, los libros y la vida. Si bien nunca había terminado la primaria, mi tío tenía una cultura general impresionante. Al relatar, matizaba, con gran maestría, historias cotidianas con sus lecturas. Y si lo traigo a colación, no es solamente porque era un habitué conversador en las reuniones familiares. Si lo traigo a colación, es porque durante todos los años que estuvo en este planeta, tuvo la gentileza de regalarme libros, diarios y revistas cada fin de semana. Y esto, que para él pudo ser algo trivial, se transformó en algo decisivo para mí. En el mundo existía un tipo de carne y hueso, lector y callejero, rudo e instruido, que trabajaba todas las noches para darle de comer a su familia. En el mundo existía un tipo de carne y hueso, que se enfrentaba a los policías coimeros y a los ladrones escurridizos.

Todas mis lecturas posteriores estuvieron orientadas a ese mítico modelo. No es casualidad, entonces, que me fascinen la crónica, el realismo sucio, la novela policial y los géneros bastardos. No es casualidad que me interese el periodismo, la historia y la política, ya que la presencia de mi tío fue vital. La apabullante realidad siempre estuvo allí, con sus matices, con su escala de grises que destilan negritud. Mi tío fue un ejemplo lector.

El primero de muchos.


Añadamos otro adjetivo, para conformar una imagen poética: hay literaturas que son inflamables. Pensemos en un Farenheit 451, a la inversa: libros que (en el incendio) son capaces de transformar el estado de cosas. Libros que le ponen sentidos a lo que fue, a lo que es y a lo que vendrá.

El poder lo sabe: hay libros que son peligrosos. Por eso, durante la Edad Media fueron resguardados por la Iglesia Católica. Por eso, los totalitarismos le temen. Por eso Hitler, y su famosa pira de libros. Por eso la Última Dictadura, y sus listas negras.

El poder lo sabe: hay libros que son peligrosos. Y por suerte, para la historia, hay lectores que son peligrosos, en el mejor sentido del término. Son peligrosos, porque son conscientes de que escriben su propia historia.


Noé Jitrik está sentado con un periodista en un bar. Sí: Noé Jitrik, reconocido crítico y escritor, coordinador de la monumental “Historia crítica de la literatura argentina”. Resulta que acaba de publicar “Fantasmas del saber (lo que queda de la lectura)”. Tiene 89 años y muchos libros escritos y leídos en su haber. Entonces, alguien le pregunta si la sociedad le da importancia a la literatura. Jitrik es categórico.

Se la rechaza. Ese señor que está ahí no lee. ¿Por qué? Porque la lectura lo cambiaría. Prefiere permanecer en una zona que yo llamo de garantía: si yo estoy tomando un café y tengo un vaso de agua, lo comprendo, y quiero que sea para siempre, que no me molesten con que el vaso de agua tiene que ir acá. Los lectores son una enorme minoría. A mí me parece que la lectura siempre ha sido la palanca del cambio. En esta indiscriminación del libro, en esta industria parece que eso ya no ocurre, es excepcional que algo tenga esa fuerza para cambiar, pero individualmente, sí.

“Individualmente”, subrayo, el cambio es posible. Hay una esperanza. Jitrik continúa y recuerda una fotografía, también recordada por Piglia y por muchos intelectuales de su época.

Esa escena casi mitológica del Che Guevara contra un árbol leyendo Jack London es casi lo mejor de la historia del Che. El libro le dijo lo que era lo suyo en la vida. (4)

Dicho de otra forma: un libro, una lectura, traspasó el papel y se hizo piel. Un libro inició una lenta pero sostenida transformación, que modificó la forma en la que una persona miraba y actuaba el mundo.

En su libro “El último lector”, Ricardo Piglia insiste en subrayar que el Che Guevara es el último en su especie. “La lectura se opone a un mundo hostil, como los restos o los recuerdos de otra vida. Estas escenas de lectura serían el vestigio de una práctica social. Se trata de la huella, un poco borrosa, de un uso del sentido que remite a las relaciones entre los libros y la vida, entre las armas y las letras, entre la lectura y la realidad. Guevara es el último lector porque ya estamos frente al hombre práctico en estado puro, frente al hombre de acción”.

Dicho de otra forma: un libro, una lectura, que se transforma en escudo, en refugio, en caja de herramientas para enfrentar a este mundo caótico y hostil. Un libro que trae conocimientos que se aprenden y se ponen en juego, para transformar la realidad. Un libro que sale de ese mundo cerrado entre dos tapas, para salir a pasear en la voz de sus lectores.

Ojo: tampoco nos engañemos. El libro, por sí mismo, no es un objeto de salvación. “A veces, un libro golpea una cabeza y suena a hueco. No siempre es culpa del libro”, solía decir Lichtenberg.

Pero la posibilidad, amerita el intento.

A eso vivimos aferrados.


El otro día caí en la cuenta de que la música y los libros, fueron la contraseña para relacionarme con el mundo y con la gente. Sin música y libros, tal vez solo tendría familiares.


Tengo la impresión de que este ensayo, podría ser reescrito por cada lector, hasta el infinito. Digo: todos recordamos ese primer encuentro con una lectura transformadora. Todos recordamos el camino de lecturas que nos llevó a compartir este momento. Todo está guardado en nuestra memoria, repleta de palabras y sensaciones que nos acompañarán hasta el último día.

Somos una tribu resistente de lectores, que busca en las palabras la belleza, en todas sus formas. Somos una tribu resistente de lectores, que busca en las palabras, motivos por los cuales vivir o morir. Somos una tribu resistente de lectores, que busca en las palabras, la verdad, la emoción o quién sabe qué.

Pero buscamos. La vida se nos escurre, felizmente, en esa búsqueda. Cada camino, comienza con un primer paso.

En nuestro caso, comenzó con una lectura, que nos llevó a otra lectura.

Y a otra.

Y a otra lectura.

Hasta el fin.


NOTAS

(1) [Entevista a Michelle Petit, Ñ, 29/06/09]
(2) [Roberto Arlt, Aguafuertes porteñas, Losada, Buenos Aires, 2004]
(3) [Entevista a Michelle Petit, Página/12, 11/05/11]
(4) [Entrevista a Noé Jitrik, La Nación, 16/03/17]
(5) [Noé Jitrik, Fantasmas del saber (lo que queda de la lectura), Ampersand, Buenos Aires, 2017]