Selección de Todavía me queda un tango en el bolsillo (Editorial Descolonizadx, 2017).
La literatura no es algo así nomás, como un soplo de caño de escape. Mucho menos la latinoamericana. Mucho menos la del Conurbano; soplo de caño de escape de Fiat Duna remisseando; cortinas cuadrillé de almacén cerrado a la hora de la siesta; pies de bicicleta, y amor en sandalias de goma; la clase de literatura de 4to año. Una prosa de trazo grueso, de brocha nueva y abuela en flor, bosteza y ríe, y escribe y canta, poemas cortos que se anotan en servilletas, que se anotan. Sentí tus ojos endurecerse con la sal del mar, sentí. Sentí el agua verde del mate bajando por mi garganta dando los buenos días, sentí. Como avisándome que es sábado por la mañana y estoy enredándome en este libro como un rulero de Doña Florinda. Es tan corto el sueldo y tan largo el fin de mes. Una señora entrada en años ofrece folletos de la iglesia cristiana en la esquina de la panadería. Más un acto de camaradería que de fe, dos niñas le toman el folleto y agradecen y amén. Irónico, Marx dijo que la religión es el opio de los pueblos sin sospechar jamás que una bolsa llena de años después un par de niñas le tomarían un folleto de la nueva iglesia cristiana a una vieja entrada en años en la esquina de la panadería por simple solidaridad de clase. Y en esos gestos, (el de tomar un folleto y agradecer en voz baja a una vieja para permitirle sentir, al menos por un momento, que está cambiando al mundo de manera significativa), hay algo primitivo que está agazapado, aguardando el momento oportuno. Y la poesía está allí, detrás.
Alguien
muy anciano, o muy joven,
escurre sus ojos en la boca de una cueva
viendo caer la lluvia.
Está asustado.
Sus hermanos, sin embargo, se acumulan alrededor del fuego;
no temen, pero él sí.
Mira, de reojo, sus dedos quemados.
Mira, de reojo, y estoy seguro que comprende
la caída vertiginosa que se aproxima
a la luz del invertebrado invento;
del fuego.
Y hay algo de ese miedo que llegó hasta aquí,
hacia mí.
Y que, a pesar de la historia
–o tal vez porque existe–
nos une.
Qué es la poesía latinoamericana
sino un punto de múltiples
yoes en fuga;
sino palmas de pintura
en las hojas de un cuaderno de primaria;
sino un poema resfriado en el frío estornudo de la noche;
sino una caldera
ronroneando; sino un son cubano cantado a media voz.
Qué es la poesía latinoamericana
sino una sospecha azul;
sino la mar en coche
o tu abrazo salvavidas
Un llanto y una risa
que desaparecen
en guaraní
en náhuatl
en aymara
en mapudungun
en tu cuerpo desnudo
sobre algún autopista de infinitos carteles que ya no dicen nada;
Es decir, te quiero.
Esa es nuestra revolución.
Todas las palabras se enciman,
unas con otras,
sobre la mesa de la cocina,
sobre mis anotadores.
Todas las palabras se enciman,
unas con otras,
junto con las horas de un tiempo continuo
que resbala gota a gota de la canilla fría
y malcerrada de la cocina.
Cada gota a gota del tiempo que gira
sobre este reloj de pared que soy se encima
entre las palabras resbaladas de los anotadores
en la mesa de mi cocina fría y malcerrada.
El punto es que cada punto contigo es un punto y seguido.
Y quién sabrá, algún día, si ese último verso lo robe (o no)
de alguna pared descascarada de Buenos Aires.
Esta noche soy un tango de manos callosas;
un farol de esquina porteña.
Vibran; sé: quieren hablarme.
Vibra el borde de la cama. Me muerde un silencio;
que vibra.
Vibran los secretos y los epitafios; vibran azulejos
vibran los adagios
verbos de luna, y pupila, y garúa, y ventana medio abierta, y vaso con agua en la madrugada, y poema resfriado, y otra noche sin dormir.
Vibra el plato de la cena sin lavar
de lo que no fue nuestra despedida.
Vibra el cielo partido en dos sobre el espantapájaros.
Vibra el tejado tejido
de músicas que vibran vivas
de muertos que aún están vivos
de tantos desaparecidos
que vibran sobre mi tango de manos callosas
sin notar que
soy yo quién realmente está temblando.
A Santiago Maldonado
Si esto sigue así,
llegará un día en el que
ya no tendremos más paredes para escribir nuestros nombres,
ya no tendremos más láminas para colgar nuestros signos,
ya no habrá más carteles en dónde poner las fotos;
y será ese día
el día
en el que todxs nosotrxs ya no estaremos más.
Espero no estar precipitándome, pero
si algún día desaparezco yo también
me gustaría que haya una ciudad entera gritando mi nombre;
que los artistas me dibujen
que los acróbatas me bailen
y los cantores me silben
(aunque sea bajito, y entre tango y tango)
y los amantes me tomen entre sus manos
en una calle cualquiera, en una plaza cualquiera
que estará gritando mi nombre;
me gustaría estar latiendo
en la garganta poderosa de las almas sensibles
y así, al menos
sabré que he existido
antes de que llegué ese día en dónde
no habrá más paredes para escribirnos
y todo esto será
otra siniestra mitología en el tiempo.
Qué tan inhibidos van a estar
mis poemas,
pobres, todos ellos
bajo el
párpado
del ojo caleidoscópico
del mundo.
Escriban sus nombres
y
de una vez y
para siempre
seamos.
Como dijo Rodolfo Walsh
El verdadero cementerio
es la memoria.
Tengo frente a mí un long-play de Yaco Monti.
Tengo frente a mí un long-play de Yaco Monti
y me hace pensar
en otros Monti…
Carlos Monti, por ejemplo.
El reverso del disco exhibe
un anuncio en letras de un dorado opaco,
desgastado por las millonarias horas,
“GRAN ÉXITO”
(Aparentemente).
El punto es que, averigüé entre mis allegados,
empezando por mis viejos
si conocían al artista.
Me respondieron que no
que no sé,
que puede ser,
que “qué se yo”.
Estamos hechxs para perder.
Me refiero a lxs poetas, lxs artistas.
Todxs, hechxs para perder.
Varias veces,
por la calle,
en ese lenguaje subtitulado
que tienen los atardeceres
me imaginé la Pampa
que existía antes que yo
y que todo este
barrio
alargándose como esa fila de coches
sobre el descontento de los pastizales
y cuántas manos habrán tocado esa tierra
cuántos pies la habrán pisado,
esa misma que hoy es mía
y de todxs
y que, también,
junto al poeta, junto al cantor
estaba hecha para perder
pero no perdió.