Selección de El fin de la noche (del Dock, 2018).
el fin
de la noche
digo
un largo día
interminable.
Miré el placar esta mañana
y vi tu ropa
al otro lado de la puerta.
Y vi el después.
Y el tiempo se detuvo.
Vuelvo caminando
desde la casa de mi madre
a la mía. Son poco más
de diez cuadras
que parten el mundo
en dos.
En el medio están las calles
de mi infancia,
las fachadas conocidas
de otras casas
con sus jardines de barrio,
los árboles que tejen sombras
en verano,
la plazoleta con la fuente de agua
y yo,
caminando,
de una casa a la otra,
a lo largo de estos años.
Cuando la veo, a veces,
me pregunto qué me depara
el tiempo.
Miro la piel manchada por la edad
en esa esquina de la cara,
también sobre el brazo que acaricio
ciertos días. En otros
es imposible
porque todo su cuerpo golpea dentro de mí
en un pasado que todavía late,
mientras su voz abre tajos en la arena.
Algunos días me mido en ella
y no es un espejo lo que veo
pero sí la marca de esa voz
que grita en la mía a ciertas horas.
Cómo despejar las hiedras
que cercó el amor
en la piel,
los trabajos del tiempo.
El agua golpea sobre el cuerpo
de mi hijo.
Tiene doce años y ríe
sin parar, semidesnudo en la mitad del patio.
Nos rodea el verde,
la hiedra en los muros,
la tierra en los canteros de cada esquina.
De pronto el agua es una bendición,
y en este cuadrante del mundo
que nos contiene a los dos,
todo lo demás se escurre.
Sólo su risa
irrefrenable
sacude mi corazón como campanas
en lo alto de una iglesia.
Su risa es sagrada,
el agua brillante sobre la piel morena.
Yo me quedo sorda y ciega hasta saciarme
nada más contemplándolo.
Ahora mi hijo baila de felicidad
y me pide que le arroje otro balde,
y después otro más y otro que lleno hasta el tope.
Estamos solos
él y yo, bajo el fulgor
de este día de verano.
Ya descendieron los dioses
para saludarme, lo sé.
Es el año nuevo.
Conozco su sombra, su parte abismal.
Eso que arrasa contra el continente infinito
de dulzura que también la habita.
Un hoyo interminable
que no logro sortear algunos días.
Espesura y canto.
El olor de la albahaca recién cortada
y el pan tibio recién horneado también
lo aprendí de sus manos.
Cielo e infierno son entre nosotras
una continuidad.
Entre el bosque y el mar
están tus ojos
cruzando este día de verano.
Viniste a visitarme hoy,
igual que un ángel,
casi como una aparición.
No pude abrazarte ni fundirme en tu piel,
ni precipitarme en tu boca como quien sale
a una aventura por países distantes
al otro lado del mundo.
Pero tus manos recorrieron el aire hasta mi pelo
un momento,
y tu sonrisa dibujó en mi retina
un arco amoroso que todavía me late.
Cuando te fuiste
quedé llena de campanas
resonándome, golpeaban sin parar
a cada lado de mi cuerpo
que vibraba como una orquesta en vivo.
Me quedé por un rato mirando
ese ómnibus que te llevó hacia otra playa,
un poco más lejos de mí.
Me quedé con el agua que no bebimos
en las manos. Y volví caminando
hasta mi hotel.
Después llegó la lluvia y siguió
batiendo en mí sus tambores
todo el largo día.
Graciela Batticuore es escritora y docente. Trabaja en la Universidad de Buenos Aires como Profesora Asociada de Literatura Argentina I y en CONICET como Investigadora Independiente. Es autora de ensayos críticos: Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina (2017, Ampersand); Mariquita Sánchez. Bajo el signo de la revolución (2011, Edhasa); La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870 (2005, Edhasa); El taller de la escritora. Veladas Literarias de Juana Manuela Gorriti. Lima- Buenos Aires (1999, Beatriz Viterbo) y otras obras en colaboración. Publicó los libros de poesía: Cuaderno de espera (2014, del pétalo), Sol de enero (2015), La noche (2016) y El fin de la noche (2018). Dirige la colección Lector&s en la editorial Ampersand y forma parte del comité editorial de Mora. Revista Interdisciplinaria de estudios de género.