Poemas de Martín Pomter

del libro Alaska (inédito)

«Alegría del paisaje»

Los perros se retrasan
distraídos por el rastro
—una liebre o un ratón,
supongo.

Camino solo
entonces, hacia el lago
hacia el día
de pesca.

La vista se pierde
en el recorte del blanco
sobre blanco, el ojo
es cegado en este cielo.

Cuando, de repente,
subiendo la colina,
la curva cóncava y
los arces despojados:

los finos troncos, las ramas
directa proyección
por sobre el arco
de la nieve:

se revela así su juego,
la traza exacta
o caprichosa
de sonrisa.

Y luego, todavía, quiebra
el silencio en ecos
la algarabía del grupo
que me alcanza ladrando.

Atestiguo, se me ocurre,
la alegría del paisaje.

 

«Una mañana»

La costumbre
de la taza de café al alba,
mirar por la ventana
mientras crepita la sartén al fuego
la diáfana mañana

se interrumpe hoy
con la visita inesperada
de un enorme gato que husmea
entre los troncos los ratones
allá afuera. Fresco.

Le invento una historia:
de dónde viene;
a dónde irá después
si tendrá suerte en procurar
su desayuno. Pienso:

No sé si me comprenda,
o si pueda yo a su vez
comprenderlo, cuando
de repente el lince
levanta la vista. Me mira.

Nuestras miradas se cruzan,
ya no somos, supongo,
inconmensurables.

 

«La pesca río arriba»

De cara a la corriente,
la vida fluye, resiste
el embate del agua
del río coagulado, del río iridiscente.
En los reflejos de los peces
llega a cegarse el mediodía.

Desde la orilla considero
las truchas: belicoso brillo el arcoíris
húmedo el río cornucopia el fértil espejo
de la extensión que encubre un mundo.
Alternan inmóviles y eléctricas, se agitan
angulares, se aquietan nuevamente.

Y, mientras las observo, el aire
fresco me desborda
el cuerpo, como el cuerpo
de ellas mismas se desborda.
Se ve distorsionado y ligero a través
de la convexa, bajo mi mirada.

Se ensanchan las orillas,
se ahonda el camino que cimbra
su flujo, el que crece en la medida
variable de mis pasos en la margen.
A la vera de las aguas claras, el río
a mi derecha, remonto el curso.

Sólo somos dos más, el río y yo,
en la curvatura de la estepa
y, aun en sentido contrario, vamos
juntos, estamos hermanados.
Como la trucha, yo también avanzo
contra el curso correntoso.

Un pájaro rasante de repente
peina del río la línea cuando vuela,
bajo la sombra de su cresta queda
inquieta el ras del agua.
En un parpadeo ocre fugaz
el ala chorreante el pico.

Es formidable el pescador
y enmudece la vista
y acalla la distancia,
su señorío es de espuma.
Ejerce autoridad por sobre y por
debajo de las frías aguas.

Aquí es, me digo —donde pasó
el corpulento pájaro que pesca, aquí es:
un augur, una señal que me habla
a mí directamente, un signo.
Me detengo en la sombra
contemplando los pinos.

Recostado en tierra blanda sé:
del cuerpo era el cansancio,
era del cuerpo y ahora
es de la tierra blanda.
El cielo entre las ramas, antes
de cerrar los ojos un momento.

Pero la luz me excita, me
incorpora el impulso: la imparable
sigue siendo clara, sigue
mientras tanto siendo fuerte.
Río abajo, atravesados, unos troncos
nada pueden contra ella.

Ya más tardos y pesados
los movimientos relentes del vadeo
los guijarros los pedruscos
la planta de los pies la marcha.
Atraviesa mis piernas mi cintura el frío;
sumergidos, enmudecen los pasos.

Es necesario que transcurran los momentos;
las nubes necesitan moverse en
formaciones; las aguas necesitan
continuar su tránsito espumoso.
Una línea que se tensa, una trucha
enorme que se escapa, es necesaria.

Otra, igual de grande, estimo,
pica; sucedió así:
al tirón de la línea le siguió
mi caña arqueada con violencia.
Y antes de eso fue el señuelo
tentando ligero la superficie,

y antes aún dejé volar la tanza
mientras una mano asía la caña:
con cierta firmeza, el latigazo
silbaba y silbaba fustigando el aire.
Sus estallidos corrían libres
por entre los ecos de la correntada.

Aquella trucha moteada de brillos
saltó más allá, poderosa en su belleza
en el agua blanca su grácil figura,
en luminosidad plena de chispazos radiantes.
Era, pienso, evidente soberana
de aquel tramo de río.

Los agujeros de mi red
se escarcharon cuando huyó
el agua laxa; el coletazo crispado,
sin embargo, quedó atrapado ahí.
Chorreante el resplandor
líquido encendió mis ojos.

El río es inmanente, supuse, la única
constante (que sin embargo cambia
que empuja suave, aunque palpite;
oscura y sigilosa, aun cuando cante).
Mi mirada esforzada, mi sensible oído
acompasaron el paso de esas horas.

La paz del día, la calma de
la pesca río arriba,
los lentos silencios naturales, los que
no obstante conversan entre sí y conmigo.
El intruso bienvenido, el que quiebra
el arreglo inmemorial de este paisaje.

 

«Precisión del alce»

Ya a lo lejos se dibuja
la mancha del alce en el paisaje, el alce estoico
rumiando en la orilla anegada:
baja su cabeza
hacia el lecho del lago,
esa cabeza enjoyada en nubes
de mosquitos,
y su belfo crónico besa el presente
de las plantas acuáticas
—las hojas cenagosas de
los nenúfares del lecho, los musgos tiernos
y sabrosos—, masca y re masca y masca,
mientras su empapado colgajo
va goteando destellos sobre el agua verde.
La enorme cornamenta subibaja;
el asta a contrapelo en
la estructura alta, alta hasta
las astas anchas y palmeadas;
la pata esbelta hundida en agua:
todo es precisión del alce.
La fuerza del alce
en su quijada y en su hambre,
rumiando en la orilla anegada.

La manada lo espera, paciente,
a la vera del follaje. En la espesura,
acecha atroz e impávida
la muerte.

 

«Noche blanca»

Noche blanca: tenaz, alucinante
la nieve que acompasa afuera
el plomo de la bóveda allá arriba, sobre cimas
de forestas de frío incineradas,
se intuye en una incertidumbre,
se camufla en la cerrada sombra
de una claridad pálida.
En el bosque ignoto, en la tundra imaginada,
un misterio imposible.

La noche se adormece así conmigo, iluminada
ha caído oculta en una inadvertencia
bajo la nieve apisonada
por más nieve,
enmudecida en nieve, excepto
el río: el río
fluye, torrentoso y rebelde;
el río habla, me habla, habla a mi cabaña,
habla tempestuosamente:

las aguas rugen en él
su canción de hielo líquido; su hálito
helero, su ventisca húmeda y altisonante
de gotas ferales, el congelamiento
que entra al curso gélido intranquilo;
las tercas rocas que se par-
ten de miedo. Escucho el río en mi cabeza,
le presto mi oído, oigo,
oigo las rugientes aguas.

Pero aquel sonido líquido es un no-paisaje:
a pesar de que lo intento
no veo nada, nada veo,
sólo la noche, noche
blanca, tenaz, alucinante.
Sé que el cielo gris, sé que la nieve,
sé que el bosque y que la tundra, sé que el río, pero
¿y qué si el sol de medianoche en junio …?,
¿y qué si se ocultara el mundo…?

Mientras tanto se adivina
el túmulo que hiberna:
un trineo privado
de sus líneas puras, de sus contornos claros,
de su minimalismo, de sus perros motores,
¿sigue siendo un trineo?…
Sólo la noche blanca lo sabe. Sólo el solsticio.
Yo sospecho todo esto, tal vez sin comprenderlo.
Lo presiento desde mi ventana.

 

«Bordes»

Erizada visión,
de agujas de abedules
es la lejanía, de agujas
de pinos y abetos, de abedules
se marca sobre su límite aéreo,
contra el contorno helado,
el bosque.

El borde del bosque. La línea del cielo. Los árboles.
Nunca se tocan entre sí las copas, ¿habías visto?

Encarnadas nieves en púrpura todo, todo
ocres naranjas de colores helados
muda sus pieles la tierra,
mientras las olas los vientos
grises moldean inclementes
las soplan hacia orillas asustadas,
contra ellas chocan y golpean, golpean espumosas.

El borde del agua. La línea del terreno, apenas.
No puede contenerse el agitado lago; no, no puede.

Los circulares, los ciclos eternos, los que van y vienen,
o así parece; las particiones perceptuales, tras el ojo de la mente
en los muchos lapsos; el tiempo, en movimiento hacia la noche;
las totalidades, sin embargo; un presente animal imperturbable;
el frío en la piel desnuda, la parte al descubierto, el exhausto aliento
congelado el aire; el hambre, el ansia, el sentirse vivo.
Un conejo cae en la trampa.

El aire entre los copos de nieve.
Mis pisadas crujiendo hacia mi cena.

 

«Silencios»

Hay momentos aquí
en los que el bosque calla,
en los que el viento calla,
en los que calla la nieve caída.

Los árboles dejan, entonces,
el crujido y el susurro de lado,
sus juegos de frondosidades se apagan,
su murmullo de sigilo ronco duerme ahora
su cadencioso roce de la altura.

Del follaje surgen esos límpidos silencios secos
entre la delgada ausencia de todo
cristalino secreteo de ecos gráciles;
ya imagino yo silencios blancos, un misterio
que baja la montaña y que alcanza a
penetrar mi oído ciego.

Lo único que surca la mirada
es el búho en sordo planeo:
se detiene en pleno vuelo, así y todo:
el momento frizado, el instante insonoro
en el que nunca sabríamos si acaso
se inmoviliza la extensión del cielo.

Y, si bien he sentido antes el río,
no puedo imaginar su cauce cómo corre
y canta, no escucho cómo canta.
Y, aunque arde y se parte rojo el leño,
no percibo en el calor ya más el crepitar
del fuego, el silencioso fuego.

Entonces,
se enmudece a tono la mente
el pensamiento aquieta
es inmanencia (o puede
que la mente callara primero).

Entonces,
los cristales suspendidos en el aire.
Entonces, la niebla
la niebla de hielo.

 

«En la espesura»

La raíz honda que sabe el bosque antiguo
refugio del invierno en la tierra que duerme
su sueño de luz larga, expectante en lo profundo.

Ya sea la bellota; ya, el tronco que marcara el oso.
O tal vez
la savia lánguida y pausada, la alegría del brote
—el brote que será promesa tierna, el brote frágil
que aún no existe, pero que vendrá.

La raíz lo sabe, como sabe la raíz a la arboleda:
como sabe lo vasto y lo más grande, así sabe también lo que es pequeño.

El ojo del depredador en la llovizna fina y fría,
la amalgama parda, el olor dulzón de aquello que se mata…
En la espesura el zorro, que conoce del soto el sigilo;
y el búho albino de la oscuridad densa, un ratón roto en su pico;
y la musaraña al pie del árbol, al olisquear insectos;
y tres hurones hibernando en su guarida, el musgo los arropa;
y un ciervo, ahora entumecido, el que acaso transitó el sendero…
Entre la hojarasca tumefacta o sobre el suelo húmedo o quizás
debajo de pútridas cortezas, mora lento el gusano.

Tal vez el bosque despierte en la mañana.

 

«Alaska»

Un día cualquiera llegué a Alaska
buscando un sueño ciego,
la nostalgia de lo que aún no era mío
me hostigaba
mi aversión al hombre.

Pero un exilio contiene en sí el hallazgo
de otras tierras, su conquista;
nadie vive solo en la nada de su mente,
por más devastada estepa que ésta sea.

Conjeturé antes de verlos
los bosques densos, las promesas del Klondike,
los fiordos abruptos, la ola tempestuosa…
Imaginadas, concebí sin aún sentirlas
la calidez efímera de agosto,
la oscuridad del fin de un año…
Alcancé en mi instinto a percibir
las montañas de Brooks, el inmenso hielo eterno,
el espíritu demonio del Doonerak, los lentos glaciares…

Por eso, si llamara a la tundra despojada,
¿qué favor le haría?
¿qué momento de la tierra yerma y fría?
¿qué caribú que migra?
¿qué hambre de qué lobo?

El porqué del territorio
vasto y austero
territorio contra el cual
el mar golpea
sus olas enormes, el oleaje helado
del que vuelve el salmón,
centenares, miles de salmones
tras las altas aguas fértiles de vida.

Construí en aquel lugar una cabaña
eligiendo los troncos más puros y viriles,
la madera más plena, más colmada
que afirmé turgente clavándola con sangre.
Diría que buscaba
dónde poder colgar mi pesca para además salarla;
dónde escaparle al viento del invierno;
un espacio para sustraerme del vacío desolado de la tundra.
Mentiría.

Porque si llamara enigma y sacramento al bosque,
¿cómo lo penetraría?
¿cuándo la estación del brote de arce?
¿con qué lentitud vegetal perenne de conífera?
¿dónde la urgencia de las estaciones cálidas, en qué guarida?

La razón de la arboleda
pretérita y antigua
arboleda en donde habita
lo innombrable incognoscible
su fronda, la espesura
en donde no entra el hombre,
porque cuando entra
ya no es más un ser humano.

La primera vez en que pesqué río arriba, por ejemplo,
también pescaba cerca mío un oso pardo;
si la bestia formidable decidió entonces ignorarme
es que yo tal vez no era
en aquel tiempo digno.
Recuerdo que caía una nevisca ligera:
el agua de hielo que bajaba se fundía
suave y natural, en círculo completo,
con el agua de hielo fluyendo en la corriente.

Y si dijera lago,
¿no debería avizorar una negrura
profundidad azul de savia viva?… Y si dijera río,
¿no debería preservar aquello que es salvaje
aquello que de su agua fresca bebe a diario?…

Sobran motivos en la septentrional marea
de la estepa líquida que, semidormida,
excita al océano a empujar la masa estéril
para fecundarla con furiosa alegría;
las circulaciones de estas marejadas
escapan la interpretación
y la resisten… hablan una lengua
que el hombre ha olvidado.

Llegué a Alaska
buscando ese lenguaje, vine
al sudeste de Bering,
más acá del Norte absoluto
que no puede referirse ni contarse…

Y si al decir conejo, blanco corro, o paro expectante a refugiarme;
al nombrar al zorro, conjuro un zorro albino ineluctable,
y atrapo así al conejo que se esconde
en su temor bajo la nieve.

Biografía

Martín Pomter nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977. Ha sido publicado en revistas digitales, como “Extrañas noches”, “Burak” y “Sarabatana”. Su relato “Familiar” recibió una de las menciones honoríficas del Concurso 2024 de Cuento Argentino de la Revista argentino- mexicana “Gambito de Papel” —publicado en la ñusleter de febrero 2025 de la revista—. Su cuento “Los dos infieles” fue seleccionado para integrar el libro “Esquejes —antología de textos telúricos” de Funga Editorial. “Alaska” es su segundo poemario, en proceso. Su primer libro de poemas se titula “Un mero desvío”. Estudió Lengua y Literaturas Inglesas en la UNLP (Universidad Nacional de La Plata), en donde además cursa actualmente la Licenciatura en Sociología, así como la Licenciatura en Comunicación Social.